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Santos Barrientos
santosbarrientos3@gmail.com

Sobre la democracia mucho se ha escrito, desde la filosofía griega hasta los modernos. El ejercicio de la construcción de la misma requiere, indiscutiblemente, el esfuerzo humano y con éste el artificioso y aclamado bien común; del cual para alcanzarlo se han derramado al hartazgo la sangre de las mayorías. Por ejemplo: los cruentos enfrentamientos que se desenvuelven en nuestro hermano país, Nicaragua. Jamás se ha violado tanto como la soberanía de los países latinoamericanos, que su lucha es también, necesariamente la nuestra. Pero la expoliación de intereses conmueve a la vanguardia a desanimarse y volverse presos de su propio entendimiento. Jamás algo ha sido violado tanto como el sentido representativo que un presidente debe ejercer.

El precio que se debe pagar por el poco compromiso de unos es la indiferencia de la gran mayoría. Sentencia que cualquier intelectual medianamente ilustrado comprende por el mal uso de los recursos públicos, y la mudez que persiste como acostumbrada diana en las bocas. La reivindicación de la democracia debería, indiscutiblemente, ser el común denominador para el bien inalcanzable “Estado de Derecho” del que tanto se habla y se carece al mismo tiempo.

Las comunidades actuales son virtuales, “todo es a nada y nada es a todo”. Se organizan en el minúsculo espacio de las redes sociales para rehuir de una realidad que se tiene a la vista. Se defiende el uso de las redes sociales argumentando que es un espacio de interconectividad. Lo extraño es que esa “interconectividad” solo conecta a humanos-objeto, presos de su incomunicación con el mundo real. Y éste, mundo real, es al que todos debemos aspirar para lograr un punto singular entre los particulares y creer nuevamente en la reivindicación de los derechos humanos aplastados por la mal llamada “representación social”.

La democracia no existe para la infraclase, aquellos seres inútiles que para la sociedad virtual y la de consumo no viven —los marginados, los pobretones. Se vuelve invisible cuando cada vez más alejados de ese sentido esperanzador y prometedor que la democracia impulsa —la transparencia y el poder sin máscaras—, solo funciona como la inalcanzable verdad para los más.

Uno de los lugares comunes a los que se acude con frecuencia al pensar en la democracia es el ideal “representante-representados”, que encuentra su contradicción en el pensamiento de lo individual. Y se descuida constantemente que la democracia parte de la garantía institucionalizada del poder político.

La caricaturesca democracia crece como un bien ingenuamente logrado para fines del poder invisible. Se disminuye el poder representativo y se muda tal forma al establecimiento de la propiedad individual como fin supremo.

El cuadro expuesto resulta irrisorio para la aristocracia moderna. Esa que se afirma liberal-demócrata y que en el fondo de ese sentido reafirma su poder de control. Institucionaliza la relación universal del sometimiento por la imposición de la realidad, que cada vez ya no existe para la infraclase.

La idea que se presume de las diferentes democracias (política, cultural, económica…) se ha construido en el marco de una obscena simulación liberal. Y hay quien pensará que la democracia es una. Pero se olvida los diferentes estadios en que se desenvuelve y las diferencias que suscita entorno a la observancia de las voluntades dispersas. Por eso se habla de democracia política, cultural, económica, porque cada una representa un distinto estadio que, conjuntamente, busca una idea singular.

El más grande error humano es haberse olvidado de la humanidad. Volverse un objeto de la incomunicación y de la descarada mudez que nada aporta al desarrollo de una verdadera democracia, que por ahora sigue siendo invisible.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Santos Barrientos
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