Ayúdanos a compartir

Respuesta al discurso de ingreso a la Academia Guatemalteca de la Lengua de D. José Luis Perdomo Orellana

Mario Roberto Morales

Como todos sabemos, el lema de la Real Academia Española es: «Fija, limpia y da esplendor». ¿A qué? Pues, a la lengua española. Este lema ha llevado a que mucha gente suponga que «limpiar, fijar y dar esplendor» es un quehacer meramente cosmético, ancilar, aleatorio y vacío. Nada más remoto a la verdad. Es necesario que estas personas comprendan que este es un trabajo que tiene que ver con el cuidado de la estructura del idioma, de su lógica sintáctica y de sus posibilidades semánticas, y que el esplendor resultante no proviene de la simple acción de lustrar, pulir y adornar, sino más bien de la ardua tarea de incorporar en la lógica estructural del idioma los cambios que los hablantes espontáneamente introducen en ella. Estos cambios siempre se realizan de manera gloriosamente despreocupada, como debe ser, y, por ello, sin pensar en los daños estructurales que pueden causarle al idioma, al extremo de llegar a ponerlo en peligro de extinción, como ocurre con el torrente de extranjerismos y formas híbridas de hablar que tanto las migraciones como las culturas de frontera y los guanabismos locales producen, creando idiomas subsidiarios de la lengua original que amenazan con sustituirla, como ocurre con las distintas formas de spanglish o espanglés en Estados Unidos (que ya tiene una respetable literatura), o con la jerga políticamente correcta llamada incluyente, la cual llega a extremos como los de apelar a las concurrencias a un acto cualquiera llamándolas «ustedes y ustedas, colegas y colegos, poetas y poetos». El hablante habla. Y lo hace, en buena hora, con lujo de creativa irresponsabilidad, haciendo de esta manera avanzar la lengua, enriqueciéndola. El académico viene humildemente detrás del hablante limpiando, fijando y dando esplendor a lo hablado, porque si no lo hiciera, muy pronto Babel no tendría necesidad de ser una torre simbólica, sino cobraría existencia en cualquier esquina de cualquier barrio de cualquier ciudad, pueblo, aldea o villorrio de este descalabrado planeta. Por eso, hay palabras que se pueden decir y palabras que, aunque se puedan decir, no deberían pronunciarse en aras no de la conservación estática de la lengua, sino del desarrollo y enriquecimiento digno y esplendoroso de ella. A ésta y no a otra razón responde el concepto de corrección idiomática. El antiacademicismo de ciertos escritores es atendible en tanto que atacan momentos de conservadurismo de la Academia, y en tanto enriquecen el idioma haciendo que la Academia reconozca sus aportes, a menudo con alguna dilación, pero siempre con el debido acato y respeto. Pero el mencionado antiacademicismo es indigno de aprecio cuando proviene del desconocimiento de la lengua y de un concepto digamos futbolístico de la literatura, por aquello de que —sobre todo en estos tiempos en que no es la calidad estética la que rige la publicación de libros, sino los estudios de mercado en que se basan los agentes literarios para imponerles temáticas a sus novelistas— hace a estos escritores escribir no con las manos, sino con las extremidades que comúnmente se usan para acertar goles en alegres y concurridos estadios.

Ser un académico de la lengua no es, pues, ser un señor estirado con ínfulas de superioridad porque sabe «hablar difícil». Maximón bendito nos libre de caer en semejante ridículo. Ser un académico de la lengua implica, como lo hace cualquier hablante comedido, responsabilizarse por el idioma y por las propias palabras, y no espetar en público, con sonrisa inaceptable, juicios como: «Estamos en lo que es el Fondo de Cultura Económica porque sabemos de que D. José Luis Perdomo Orellana ingresa hoy a lo que vendría siendo la Academia Guatemalteca de la Lengua, sabiendo además de que este señor muy merecido se lo tiene». Atentar de esta lamentable manera contra el monumento que es nuestro idioma y contra quienes lo construyeron a lo largo de siglos de esplendentes conjuntos de hablas y literaturas, es poco menos que un crimen de lesa humanidad, porque el ser humano lo es debido a que piensa, y piensa con palabras, ya que la idea no existe sin el concepto y éste tampoco puede existir sin el idioma. Esto lo expresó con agudeza y sin querer mi inolvidable amigo Luis de Lión, admirador como pocos de la literatura del Siglo de Oro y del idioma castellano, cuando una vez me dijo: «Yo descubrí que era indio hasta que bajé a la Antigua». Y al preguntarle yo: «¿Entonces qué eras antes de bajar a la Antigua?», él respondió, impertérrito: «Persona». Indio y persona: dos ideas y dos conceptos que se complementan y se excluyen en lo social-concreto nuestro, y la súbita toma de conciencia de esta dicotomía complementaria por parte de un poeta, cuando arriba a la ciudad ladina. Así opera el conocimiento humano: con ideas-palabra que son experiencia porque brotan de nuestro enfrentamiento con lo concreto, para bien y para mal. ¿Por qué entonces irrespetar nuestro instrumento de conocimiento? ¿Por qué entonces no honrar nuestro idioma? ¡Cualquier idioma!

D. José Luis Perdomo se ha referido hoy a D. Carlos Humberto López Barrios, un cultor dedicado a escudriñar la palabra como pocos. De hecho, ha dedicado su vida al estudio del idioma castellano y plasmado en libros enjundiosos —como el monumental Redacción en movimiento— su aporte a la conservación estructural y al desarrollo y enriquecimiento de la lengua española, mediante innovaciones particularmente apreciables en sus poemas brevísimos y en sus sutiles palíndromos. También se ha dedicado con pasión atemorizante a coleccionar gazapos, como, entre muchos otros, el de «óptica ocular», que se lee en el negocio situado en la esquina de la segunda avenida y sexta calle de la zona uno de esta ciudad, y que hace pensar en alguna «farmacia farmacéutica», «ferretería ferretera» o «carnicería carnívora». Quizá debiera incluir el sugerente anuncio: «Se reparan santos y vírgenes».

D. Carlos se ha ocupado, además, de la edición de libros en su Editorial Praxis, conocida en México, donde tiene su sede, y en el resto del mundo, por producir libros sin erratas, a menudo gracias a la implacable corrección de D. José Luis Perdomo, y editados, para regocijo de lectores vocacionales, con «delectación de orfebre», como se refería a la manera en que cultivaba su fuerza de voluntad un asmático médico argentino que vino y habitó entre nosotros de diciembre de 1953 a septiembre de1954, antes de partir a México y luego embarcarse hacia Cuba.

Si alguien le ha dedicado su vida al estudio, divulgación y preservación dinámica de la lengua española es D. Carlos López, y si alguien merecería acompañar esta noche a D. José Luis Perdomo ingresando a la Academia Guatemalteca de la Lengua, es él. No me cabe duda de que algún día se le hará la correspondiente justicia. Por ahora, es D. José Luis quien ingresa a esta egregia institución con un ensayo literario sobre el trabajo de D. Carlos, y es a mí a quien le ha tocado en suerte darle al primero la bienvenida mediante esta réplica a su discurso de ingreso, refiriéndome también, de paso, a los méritos lingüísticos del segundo. Lo hago con enorme satisfacción por tratarse de dos cultores de primera línea en Nuestra América, y porque son personas de su talla intelectual las que necesitan nuestros estamentos letrados para luchar con eficacia contra la estulticia idiomática y cultural que nos aqueja y acosa en cada pantalla de televisor, bocina de radio, monitor de computadora y aula escolar o universitaria. Tal es el deterioro y retroceso de nuestro sistema educativo y de nuestro desarrollo humano de 1954 a esta parte. Personas como D. José Luis y D. Carlos, así como otras aquí presentes esta noche, son las que nuestro país necesita para salir de una vez por todas de su noche babélica, de su atrofia intelectual, de su incapacidad lectora, de su chatura cognitiva, de su desnutrición literaria, de sus extravíos políticos y de sus inveterados desatinos electorales.

Sea usted, pues, bienvenido, D. José Luis, a la Academia Guatemalteca de la Lengua. Esta institución lo honra al acogerlo como miembro de número, y se honra con su ingreso. Por mi parte, me complazco en congratularnos por este hecho, en agradecer al público presente su entusiasmo ante este acto, y a D. Carlos López, su amistad y sus libros. Tanto los propios como los ajenos. Me refiero a todos los libros salidos de la Editorial Praxis. Gracias, D. Carlos, por ser un erudito del idioma. Gracias, D. José Luis, por ser el mejor lector que conozco y, junto a D. Carlos, el más despiadado corrector de estilo del que tengo noticia. El idioma castellano se los agradece asimismo. Y estoy seguro de que todos los aquí presentes también.

Empiezo a finalizar estas líneas con un lugar común que durante siglos se le ha atribuido falsamente a Cervantes. Solicito a todos ustedes, con el respeto del caso, que ante el indetenible avance de quienes, como D. José Luis y D. Carlos, tienen la entereza de no dejarse aplastar por la palabra degradada, dejemos que esas nobles criaturas llamadas cariñosamente los «mejores amigos del hombre» se dediquen tranquilos a lo que mejor saben hacer en la vida.

Y, ahora sí, finalizo insistiendo en que ser un académico de la lengua implica celebrar el idioma como un organismo vivo que evoluciona gracias a los hablantes, incorporando las innovaciones que éstos le aportan de manera espontánea. Pero también conlleva la responsabilidad de cuidar esa vida protegiéndola de infecciones que puedan mutilar su cuerpo llegando a afectar sus mejores expresiones espirituales, como es el caso de sus literaturas. La cirugía estética, por banal que parezca, quizá sea un buen elemento analógico para ilustrar la labor académica de la lengua. Aunque, pensándolo bien, tal vez la labor de fijar, limpiar y dar esplendor se compare más adecuadamente con quien barre las huellas de los que han llegado a una fiesta procedentes del bosque. Un bosque del que venimos todos, en cuenta D. José Luis, D. Carlos, este inseguro servidor de ustedes y la totalidad de los académicos. En vista de lo cual, no resta sino aconsejarnos mantener la casa limpia y, lo que es más importante, llevar la fiesta en paz. La lengua española, sus literaturas, sus hablantes y cultores de sobra lo merecen.

Muchas gracias.

(Escrito en Guatemala entre el 3 y el 5 de marzo de 2019 y leído el 7 del mismo mes en el Fondo de Cultura Económica de esa ciudad).

Mario Roberto Morales
Últimas entradas de Mario Roberto Morales (ver todo)