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Breve recuento de hechos fundamentales de nuestra historia inmediata y tres preguntas a responder.

El terrorismo de Estado, más que una aberración, es una negación del Estado de derecho. Sobre esto no creo que haya que discutir mucho. De aquí que argüir que los insurgentes guatemaltecos actuaron “fuera de la ley” y contra el Estado de derecho, constituya una sonora tontería. A menos, claro, que se considere como Estado de derecho el representado por los gobiernos de Idígoras, Castillo Armas, Peralta Azurdia, Arana Osorio, Laugerud y Mejía Víctores, en cuyo caso la mencionada tontería merecería un calificativo más enfático que “sonora”.

Pero este es uno de los más socorridos argumentos de la ultraderecha cuando trata de justificar la desbordada respuesta contrainsurgente del Ejército contra las guerrillas, en especial cuando bombardeó con napalm la Sierra de las Minas a fines de los 70 y cuando torturó y asesinó a cientos de miles de civiles desarmados a principios de los 80. Eso no fue una guerra. Fue un genocidio perpetrado por hombres entrenados para matar contra personas indefensas.

Otro argumento absurdo que la ultraderecha esgrime para justificar la barbarie contrainsurgente, es la de que los guerrilleros eran cobardes porque nunca enfrentaban al Ejército cara a cara. Sobre esto, basta remitir a los ignaros a los rudimentos de la guerra irregular para que entiendan que una guerrilla se trata precisamente de eso: de no librar una guerra regular porque se halla en permanente desventaja ante el aparato militar oficial y necesita golpearlo sólo cuando puede ganar. Después de todo se trata de la hormiga contra el elefante.

Las atrocidades cometidas por ciertas organizaciones guerrilleras en contra de sus propios compañeros y militantes de otras organizaciones con las que rivalizaban, pueden calificarse de asesinatos. Pero lo perpetrado por el Ejército, amparado en el aparato estatal y usando para ello los impuestos pagados por la ciudadanía, fue puro terrorismo de Estado y genocidio. Lo cual no quiere decir “intento de exterminio”, porque haber intentado exterminar a toda la población indígena (como argumentan algunos “mayas” que viven de la cooperación internacional) hubiese sido suicida para las fuerzas armadas ―que se hubieran quedado sin tropas― y para la oligarquía ―que se hubiera quedado sin mano de obra barata―, razón por la cual el delito de lesa humanidad perpetrado por el ejército contrainsurgente se hace aún más escandaloso, ya que la matanza fue cuidadosamente cuantificada antes de llevarse a cabo. No se improvisó, sino fue calculada con premeditación, alevosía y ventaja. Y no iba dirigida a los guerrilleros, sino a los indefensos civiles desarmados.

La pírrica victoria resultante fue despreciada por la oligarquía que, después de usar a los militares exigiéndoles mancharse las manos y la moral, los desechó cuando la ONU vino a imponer la paz para que el capital corporativo transnacional pudiera entrar sin problemas y la élite oligárquica pudiera recibirlo mediante una ola privatizadora fraudulenta que le vendió activos del Estado para hacerse socia minoritaria de las nuevas empresas privadas.

Cabe preguntar: ¿valió la pena la victoria de la derecha sobre la izquierda cuyos resultados estamos viviendo desde 1996? ¿Quién empezó el conflicto: la dictadura militar-oligárquica o los guerrilleros que se sublevaron? ¿Volverán las organizaciones de masas movilizadas a tomar las armas ante la probable represión?

[stextbox id=»download»] Eso no fue una guerra. Fue un genocidio perpetrado por hombres entrenados para matar contra personas indefensas.[/stextbox]

Mario Roberto Morales
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