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¿Vivir como alimaña o morir como estadista? He aquí una disyuntiva que no se plantean los políticos.

En su extraordinario Diccionario del Diablo, el gran escritor estadounidense Ambrose Bierce caracteriza al diccionario tradicional como un “Perverso artificio literario que paraliza el crecimiento de una lengua además de quitarle soltura y elasticidad”. Y agrega que “El presente diccionario, sin embargo, es una obra útil”.

Es en este tono que debemos comprender su definición del vocablo “Política” como “Conflicto de intereses disfrazados de lucha de principios”, y como “Manejo de los intereses públicos en provecho privado”. También, su acepción de “Político” como “Anguila en el fango primigenio sobre el que se erige la superestructura de la sociedad organizada. Cuando agita la cola, suele confundirse y creer que tiembla el edificio. Comparado con el estadista, padece la desventaja de estar vivo”.

Lo anterior no deja duda sobre que la utilidad del Diccionario del Diablo radica en la libertad de su autor para definir los vocablos que le interesó desenmascarar. Es por ello interesante percatarse de que, por un lado, reduce la política a su esencia demagógica (cuando afirma que no es sino un “conflicto de intereses disfrazado de lucha de principios”) y la limita a ser sólo un discurso sofístico (como cuando los sirvientes de intereses oligárquicos se autoproclaman ¬–¬con la modestia del caso– como encarnaciones de la capacidad administrativa y los principios religiosos). Por otro lado, la hiela en su dimensión corrupta, mercantilista, monopolista y oligárquica cuando la define como “manejo de intereses públicos en provecho privado” (como ocurre cuando se ha privatizado la telefonía y la energía eléctrica –dizque para hacerlas eficientes– y se hace lo mismo con un Centro Histórico citadino bajo el pretexto de embellecerlo mientras se planea repetir la jugarreta con la educación, la salud y las pensiones).

Más interesante se pone todo cuando Bierce define a los políticos como “anguilas del fango primigenio sobre el que se erige la superestructura de la sociedad organizada”, porque los ve como alimañas inevitables encargadas de hacer el trabajo sucio que la mayoría requiere para vivir de acuerdo a convencionalismos hipócritas. ¿Por qué alimañas? Pues porque sólo a una alimaña especializada en trabajos sucios le puede ocurrir confundir el movimiento de su cola con el temblor del edificio debajo del que habita; es decir, fundir la parte con el todo. Según la lógica de nuestro estupendo ensayista, para ser político hay que ser al mismo tiempo una alimaña. Cosa que no ocurre con el estadista, el cual –precisamente por serlo– ya no suele estar vivo, pues se lo han impedido las alimañas que se hacen pasar por él.

Bierce no niega ni la política ni a los estadistas. Niega la demagogia que encubre el interés particular disfrazándolo de social, y a las alimañas que hacen posible que el aparato de poder funcione en razón de intereses privados. Nuestro autor no es ningún a-político biempensante ni “indignado” que llama a no votar. Tampoco llama a votar. Y no lo hace porque esa disyuntiva constituye un falso problema, el cual resulta de reducir la política y la democracia a la “fiesta cívica” de la elección, perdiendo de vista las intrincadas luchas por la representatividad y por concretar acciones estratégicas propias del estadista, las cuales pasan muy a menudo por el requisito –tedioso por falso– de la votación.

¿Vivir como alimaña o morir como estadista? He aquí una disyuntiva que no se plantean los políticos. Es hora de que nos la planteemos los ciudadanos.

Mario Roberto Morales
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