Ilka Oliva Corado
@ilkaolivacorado
Nunca pude participar en ningún grupo de lectura, bueno sí, una vez, recién llegada a Chicago. Dije, nada pierdo con intentarlo, tengo libres esas horas así es que iré, me atravesaba la ciudad para ir, pero me fue como en feria. Lo jodido que es sentarse a conversar con un grupo de escritores y poetas no sé qué. Los egos salían de las tazas de café caliente y se trepaban por el techo en competencia de ver quién de ellos llegaba más alto. Al final, de la trama del libro se terminaba hablando pura estada, es decir: nada.
Yo era la más nueva del grupo y la más joven, por ende, la más insignificante porque ni era escritora ni poeta, en cambio ellos que habían hecho publicaciones de autor se sentaban casi que por orden jerárquico. El que tenía más libros publicados y de ahí le seguía el resto. Y los casados con gringas se creían que habían ganado el Nobel de Literatura solo por la esposa blanca de ojos azules que les había dado los papeles. En el caso de las latinas con esposos gringos igual. Y esa superioridad tan mezquina que mostraban al saber que había indocumentados entre ellos. En cada reunión de los dos o tres pelones que llegábamos era primero escuchar la biografía de cada uno y los libros publicados, para pasar a lanzarse flores entre ellos y finalmente al libro que se estaba leyendo en ese momento.
Las conversaciones giraban en torno a todo menos al libro. Que si a fulano lo entrevistaron en tal medio, que a zutana le publicaron una entrevista en tal lugar, que hicieron una reseña de perencejo en tal otro y así en competencia de ver quién había pescado algo durante la semana. Quien no llegaba contando que lo habían entrevistado esos días era visto como el apestado. En aquel tiempo yo andaba por los 27 años, ellos de los 45 para los 60. Era más admirado o envidiado al que le hacían entrevistas en medios locales en español. Era como el logro del famoso sueño americano. Entre estas grandes luminarias del ego y la pedantería había gente de México, Colombia, Honduras, Venezuela, Guatemala, Perú, Costa Rica. Y qué decir de quienes se habían venido jóvenes para el norte y habían logrado graduarse de universidad aquí, esos pobres parecían barriletes, lejos, lejos de la tierra. O de quienes tenían casa y de quienes alquilaban en apartamento. Hasta eso hacía la diferencia por jerarquía. Y para echarle más agua a los frijoles, nunca faltaban los que hablaban inglés que se campaneaban soberbios frente a los que no.
Por supuesto, los intelectuales, los artistas eran ellos, las esposas no opinaban y cuando lo hacían eran silenciadas con una mirada. Eso sí, esa misma mirada les decía en qué momento servir el café, llevarles el pan o las galletas. Alcanzarles los libros porque ellos no se podían parar, los señoritos. A cuatro reuniones alcancé a ir. No valía la pena atravesar la ciudad para ir a escuchar tanta arrogancia. Tenía tanto qué hacer, como por ejemplo, rascarme el estómago: preferí hacer eso.
Con frecuencia recibo invitaciones para participar en grupos de lectura, pero prefiero continuar ocupada rascándome la panza de pupo mareño. De aquel grupo de lectura aprendí, que entre más lejos esté uno de la gente egocentrista y arrogante se rasca la panza más a gusto.
26 de febero de 2021.
Fuente: [https://cronicasdeunainquilina.com]
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