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El carro, una camioneta de doble tracción, vidrios polarizados y de color café se detuvo frente al negocio de doña Luisa, que estaba ubicado en la esquina del parque, calle de por medio. La casona de la señora, en el centro del pueblo, la había convertido en un doble negocio; a la vez que era tienda también expendía licor, era lo que llamaban una cantina. El carro se detuvo justo en la esquina de la casa, era un todo terreno de ocho cilindros muy rápido. Desde que se había desatado la ola de violencia en la población y lugares circunvecinos, eran conocidos de los vecinos y los llamaban “Broncos”. Habíanse tornado célebres por la participación de sus ocupantes en hechos delictivos como secuestros y asesinatos. Del bronco descendieron parsimoniosamente y estirándose las camisas cuatro individuos. El tipo que descendió de la portezuela delantera era de mediana complexión, tez blanca, ojos claros, sin bigote y camisa con las faldas de fuera. Se paró de espaldas al carro y girando sobre si mismo lentamente inspeccionó todo alrededor. Seguidamente ingresó a la tienda sonriéndole amablemente a la dueña de la tienda, la señora Luisa a la que los vecinos cariñosamente la llamaban “Doña Güicha”.
– ¡Buenas tardes señora! –dijo sonriendo aquel hombre.
– ¡Buenas tardes Don! –respondió doña Güicha.
– ¡Hace calor, verdad! Déme una gaseosa por favor.
Por la forma de hablar amistosa, se diría que el hombre era conocido, sin embargo doña Güicha comenzó a inquietarse y recobrando el ánimo le preguntó:
– ¿De qué sabor la quiere?
– Una naranja está bien.
Doña Güicha fue al refrigerador, buscó el agua gaseosa pedida y regresó ofreciéndosela amablemente a aquel hombre agradable en el trato. El piloto descendió y se quedó apostado en la puerta, apenas se limitó a un “¡Buenas!”. Los otros dos no hablaron y entrando por la segunda puerta de la tienda, pasaron rápidamente hacia la cantina y se sentaron en la mesa que estaba justo frente a la puerta que daba a la calle. Esa puerta estaba resguardada por una desvencijada persiana de madera característica en este tipo de negocios por esos lugares. Desde la posición en que se encontraban y resguardados por la penumbra reinante en el interior, podían observar todo lo que ocurría delante de ellos en la calle y más allá. Enfrente de la tienda se encontraba el ala norte del parque y en ella la cancha de baloncesto del pueblo. El piloto se apostó en la puerta de la tienda que daba a la esquina. Frente a él tenía un poste del alumbrado eléctrico y mientras jugaba con las lleves del carro, dirigía la mirada en todas direcciones escudriñando todo alrededor. Desde esa posición podía ver hacia la calle que llevaba atrás de la tienda, la iglesia del pueblo, la salida hacia el norte y la calle que conducía al cementerio, así como la cancha de basquetbol. Doña Güicha pasó a la cantina con un limpiador, encendió la luz y se acercó con la intención de limpiar la superficie de la mesa donde estaban los dos hombres, que no saludaron al entrar, les preguntó:
– ¿Qué les sirvo señores?
– ¡Nada! ¡Y apague la luz! -Fue la respuesta áspera de un tipo grandulón de cara curtida por el sol y de mirada muy penetrante, tan penetrante que doña Güicha sintió un escalofrío que le recorrió la espina dorsal cuando el tipo se volvió y le respondió. En ese momento los hombres sacaron sendas armas y las pusieron sobre la mesa. El otro tipo alto y delgado, pero desgarbado, moreno y de pelo rizado, tenía una cicatriz en la mejilla derecha que le surcaba toda la cara y también infundía temor con la forma de mirar.
Balbuceando incoherencias y temerosa la pobre mujer, que apenas superaba el uno cincuenta de estatura, apagó la luz, se retiró y regresó a la tienda. Un campesino acababa de entrar y le pidió que le vendiera dos libras de azúcar y pan. Eso la alivió un poco de la tensión que la dominaba. De reojo miró al primer hombre, quien en ese momento estaba de espaldas a ella y recostado con el hombro izquierdo sobre la puerta. Estaba muy atento mirando hacia el otro lado de la cancha de baloncesto. La temerosa mujer, recorriendo con la mirada de arriba abajo a aquel hombre, comprobó con desilusión que también se le marcaba un arma de fuego bajo la camisa. Después dirigió la vista al piloto y constató que también llevaba la camisa por fuera lo que significaba que iba armado. – “¡Dios mío! ¡Estos me van a asaltar!” – pensó angustiándose. Mientras despachaba el azúcar, sintió deseos de salir corriendo hacia la parte trasera de la casa. Su nerviosismo la llevó a dejar caer torpemente una de las bolsas de azúcar, la que se desparramó en el suelo. Mientras se sacudía los pies y tomaba otra bolsa de azúcar, sentía la cabeza muy grande, tan grande que sentía que la vencía hacia atrás y además sentía un calor que se le quemaba todo el cuerpo.
– “Me voy a desmayar”. –pensó. El hombre amable que estaba en la puerta volvió la cabeza y al ver lo sucedido, como sabiendo por que, le dijo sonriendo:
– ¡Tranquila doñita! Todo está bien. No hay problema.
Al ver la sonrisa en el hombre, ella trató de tranquilizarse. – “¿Por qué habrían de asaltarme? Se expondrían mucho; con lo cerca que está la policía… pero y si son de los mismos. – este último pensamiento la sobresaltó aún más- Porque últimamente se ha sabido de muchos asaltos a casas en las aldeas y lo pero es que los desgraciados no contentos con robar, también matan a las personas y a las mujeres las violan.” Mientras tomaba el pan del canasto para despacharle al señor que lo había pedido, miró de reojo a los dos sujetos que estaban en la mesa de la cantina. No daban señales de querer levantarse; es más, mantenían fija la mirada en algo más allá de la cancha de baloncesto. –“Quizás vigilan la estación de policía para ver si están. Cuando estén seguros que no los puedan ver me van a asaltar.” – Ahora sintió que el estómago se le descomponía y tuvo deseos de ir al sanitario. Haciendo como que buscaba algo dirigió la mirada buscando la estación de policía, que estaba ubicada al final de la cancha de baloncesto, tratando de descubrir la presencia de algún agente y se desilusionó al no ver a ninguno. _”Otras veces ahí están esos chuchos tras las patojas”. –pensó. Lo único que la tranquilizó un poco fue descubrir que había algunas personas en las bancas del parque en ese momento. “Talvez el motivo de la visita de estos hombres sea otro.” –pensó. “Sin duda son matones y vienen a llevarse a algún pobre preso. ¡Eso ha de ser! Sí, y yo con miedo.” – se decía tranquilizándose.
El hombre de la puerta se volvió en ese momento y puso sobre el mostrador el envase vacío.
– ¡Gracias señora! –dijo con amabilidad.
– Para servirle joven.
El desconocido siempre sonriente le dijo:
– Déme un bombón de esos anaranjados.
– ¡Con mucho gusto! – Dijo tratando de sonreír y de parecer amable y luego agregó- Son muy sabrosos a la gente le gustan mucho.
El hombre recibió el bombón y le alcanzó un billete de cinco quetzales diciéndole:
– Cobre todo por favor.
Doña Güicha recibió el billete y se apresuró a darle el cambio. “Así se van rápido” – pensó.
El hombre quitó el envoltorio al bombón, echó el papel en una caja y en seguida se llevó la golosina a la boca. Recostándose en el mostrador y cruzando una pierna sobre la otra, lo que le permitió a doña Güicha mirar que llevaba botas vaqueras de color corinto, se puso frente a la puerta y siguió vigilando. Doña Güicha terminó de despacharle al hombre del azúcar quien presuroso se marchó. “Nadie quiere estar cerca de estos sujetos” –pensó. Como no pidieron nada más, presurosa tomó una pala plástica y una escoba y se puso a recoger el azúcar del suelo; después se sentó en un banco que estaba junto a la puerta que comunicaba la tienda y la cantina. Esa posición le permitía tener a la vista a los cuatro hombres. Estos no la miraban a ella, sino vigilaban hacia la cancha de baloncesto. Dirigían sus miradas a la esquina que daba a la estación de policía. “Sí. Ahora estoy segura, estos son matones que vienen a levantarse a algún preso. Saber a que pobre le tocará ahora. Desde que dieron en su maña de andar matando a los que tienen varios ingresos a la cárcel. Se los quitan a los policías, si los llevan a la cabecera o si los sacan libres aquí, los siguen y después los matan. Así pasó con aquel pobre Conrado; lo soltaron como a las seis de la tarde ese día. Todavía pasó aquí a comprar cigarros. Esa vez el jefe de la policía lo señaló a los matones, quitándole el sombrero a Conrado y poniéndoselo él; después se puso a hacer muecas como que bailaba algún ritmo norteño y luego, el desgraciado, se lo devolvió poniéndoselo en la cabeza muy amistosamente. Que iba a saber el otro pobre que lo estaba haciendo para entregarlo a los matones. Lo siguieron y lo mataron al otro lado del puente.”

Frente al parque, a un costado de la cancha de basquetbol, estaba un taxi blanco y dentro de él, el piloto y en el asiento de atrás otro hombre.
– Usted, ¿cómo me dijo que se llamaba?
– Beto.
– ¿El taxi es suyo?
– Si Don. Cuesta un poco hacerse de un carrito, pero ayuda mucho.
– Y que tal, ¿no hay problemas?
– Con esta violencia da un poco de miedo pero hay que hacerle por que la familia tiene que comer…
– Yo me llamo Mario y frecuentemente necesito que vengan a dejarme acá. Ahora ya se donde tiene su estacionamiento para ir a buscarlo.
– Gracias don Mario. Ahí estamos a la orden para los conocidos, porque da un poco de pena echar a cualquier gente. Uno no sabe…
– Ya no salieron aquellas. –dijo el hombre llamado Mario.
– Son sus hermanas.
– No. Una es mi novia y la otra mi cuñada. Vienen a sacar de la cárcel a un hermano. Él se llama Lucilo.
– ¿Tuvo algún problema grave?
– No. Que va. Lo que pasa es que se puso a pelear con su mamá por una herencia que les dejó el papá. Usted sabe en esas cosas siempre hay inconformidad. La señora enojada le echó la policía y lo fueron a traer. Pero las hermanas tienen miedo, pues este jefe de la policía es un matón y como Lucilo ha estado varias veces preso, especialmente por hacer aguardiente clandestino y otras cosas. Usted sabe…
– Si. ¡Claro! –dijo el taxista riéndose.
– Tienen miedo que se lo quieran quebrar. Por eso vinieron las dos y me pidieron que las acompañara.
– Es fregado eso usted. Esta policía está muy descompuesta.

Doña Güicha se sobresaltó al escuchar que los dos hombres de la mesa en la cantina se pusieron rápidamente de pie sin perder de vista lo que vigilaban. El hombre amable se enderezó sin abandonar el mostrador. El piloto se recompuso retirándose del poste donde se había recostado. Los cuatro fijaron la mirada en el grupo que acababa de aparecer en la esquina de la cancha de basquetbol, eran dos hombres y dos mujeres. Uno de ellos era el jefe de la policía, quien disimuladamente dirigió la vista hacia el “Bronco” aparcado en las afueras de la tienda.
– ¡Bueno! Ya estás libre no estés peleando con tu mamacita. –dijo el jefe de la policía poniéndole la mano derecha en el hombro izquierdo a Lucilo, asegurándose que lo vieran desde la cantina.
– Sí. –Dijo Lucilo- Ya no habrá problemas.
En la tienda el hombre amable y el piloto se vieron a los ojos e hicieron un gesto de aprobación, apretando los labios.
El hombre y las dos mujeres se dirigieron al taxi y después de saludar a Mario y al piloto, Lucilo les dijo:
-Yo mejor me voy a pie por el cementerio muchá.
– ¡Cómo te vas a ir solo! Recordate lo que le hicieron a Conrado. Vos te vas con nosotros. – Dijo la novia de Mario.
– Es que me da mala espina aquella camionetilla en la tienda de doña Güicha. –Dijo y luego agregó- Pero mírenla disimuladamente.
Lucilo era un hombre suspicaz y en base a experiencias pasadas presentía el peligro. Volvió a ver al jefe de la policía quien estaba sonriente y recostado en la esquina del edificio municipal.
– Vámonos y que le meta al acelerador el taxista y si vemos que nos siguen, te tirás y te vas; por lo menos ya estás lejos de aquí. –dijo la hermana.
De mala gana Lucilo se subió al taxi ubicándose pegado a la portezuela trasera del lado derecho. El taxista arrancó el vehículo y se movieron buscando el camino real. Pasaron frente al “Bronco” y vieron a los dos hombres que se mantenían uno en la puerta de la tienda y el otro recostado sobre el poste de la esquina. El taxi con sus pasajeros enfiló rumbo al Norte. El camino polvoriento, inicialmente era una recta y después se convertía en una cuesta muy extendida. Las mujeres miraban hacia atrás, esperando ver si alguien los seguía, mientras Lucilo hacía planes mentales sobre hipotéticas situaciones. En los primeros cuatrocientos metros no vieron nada, excepto la estela de polvo que dejaba tras de sí el taxi.
– ¡Calmate Lucilo! Estás nervioso. –le dijo su hermana Alicia.
– Más vale nervioso y vivo que confiado y muerto. –respondió Lucilo.
Cuando les faltaban recorrer doscientos metros de cuesta, entre la polvareda, divisaron al “Bronco” que venía atrás de ellos, desplazándose a alta velocidad.
– ¡Se los dije! Ahí vienen esos desgraciados. –gritó Lucilo.
– ¡Métale! ¡Métale!
– ¡Ya no da más! Lleva mucho peso señores.
– ¡Yo me tiró!
– ¡Esperate al plan! Aquí te agarran por los paredones tan altos.
El “Bronco” estaba cada vez más y más cerca…

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