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Anahí Barrett

Ángel Gregorio Suárez Bernal acumulaba 65 años de complejo andar. Le conoció precisamente en esa gloriosa celebración de cumpleaños y terminaron compartiendo sábanas justo después de que coincidieran, aleatoriamente, para festejar su aniversario número 72.

Ángel fue de esos intelectuales militantes de izquierda, pero “libre pensador”. Un sujeto social producto de la ecuación Arévalo-Árbenz. Ese tan documentado, por portentoso, episodio democrático. Uno que hoy es evocado, en el imaginario de los locales más añejos, como un lejano recuerdo, vertebrado por la frustración, el dolor, la tristeza y la nostalgia. Viejos que viven conscientes de habitar un territorio en donde resulta asesinada cualquier posibilidad de engendrar, tan siquiera, algo parecido. Un terruño al que hemos convertido, hoy, en esta mala patria que habitamos. Una que intentamos perpetuamente sobrevivir.

Un largo período brutalmente represivo fue el escenario responsable de que Ángel Gregorio pasara a enfilar la extensa lista de ciudadanos exilados por pensar, disentir, por intentar esbozar otra campiña social. Una más humana, más justa, más equitativa, menos asimétrica, menos mezquina…menos mierda.

Él y toda su generación se entregaron a una lucha armada para construir una sociedad en donde la dictadura inoculada no encontrara nunca más un espacio que habitar. Persiguieron fervorosamente- con alma, corazón y vida- una mutación social donde no tuviesen cabida los sórdidos intereses del Departamento de Estado gringo, de la oligarquía, de la cúpula del Ejército, de la Iglesia católica. Esos mismos estamentos sociales que depusieron, aquel miserable año 54, al “Soldado del Pueblo”.

A pesar de experimentar los fantasmas lacerantes de su pretérita historia, de las cuotas presentes por decisiones asumidas, Ángel logró reinventarse, reconstruirse, trascenderse a sí mismo. Sin ordenárselo como proyecto de vida, el resultado fue edificarse en un referente ético, político ideológico para generaciones futuras que trascendió a su localidad. Paradójicamente, su exilio impuso ese quiebre que le permitió construir diferentes panoramas mentales, emocionales y existenciales, insospechados por él mismo. Le facilitó abandonar ese “dogmatismo impuesto” -cual burbuja donde poder inhalar- por el contexto histórico de los sesentas, setentas y ochentas. Sí, abandonó esa “religión”, pero guardó para siempre las primicias, los valores, el sentido real de aquella causa. Se cumplió el refrán popular (trillado pero válido) de que en esta ruta llamada “vida”, toda tragedia encierra bendiciones.

Eran de Ángel…de Bernal como él cariñosamente le llamaba, de quien conservaba, intactas, preciosas cicatrices de cama. Intensas pero apacibles, tiernas, dulces, cariñosas. Su único amante anciano de cuerpo. Capaz de morir sí, pero incompetente para hacerlo envejecido de mente.

Son las tres de la madrugada. Mientras se acomodaba en la esquina de un agrietado sillón negro de funeral, volvió a escuchar a Ángel susurrándole al oído aquella frase. Una que le repitió en más de un encuentro a partir de su 72 cumpleaños: “Como dijo Camus, toda revolución traiciona sus motivos”. Aquella cita encerraba tardías reflexiones aprendidas de vida. Quizá típicas de aquellos desencantados por los estragos alcanzados en nombre de la “Revolución”.

Él, Juan Manuel, lloró profundamente su muerte. Y sus lágrimas se instalaron sin antes poder testificar aquella utópica metamorfosis social. Una donde su propia generación pudiera construir diferentes motivos que traicionar.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Anahí Barrett
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