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Historia del maestro que tardó toda la vida para componer una pieza de marimba

Mario Payeras

Patrocinio Raxtún llegó a la selva al comenzar a envejecer. Era originario de una región de guardabarrancas y palos voladores, y había dejado aquel mundo porque todos sus bienes materiales consistían en tres naranjales averiados por el tiempo. Sabía tocar marimba desde la niñez; pero las preocupaciones cotidianas por una riqueza expuesta a las vicisitudes de la luz y a la voracidad de las migraciones, no le habían dejado ocasión para la música. Buscando la felicidad, a lo largo de semanas había descendido por la vertiente húmeda de Los Cuchumatanes, hasta internarse en el ruidoso universo de los loros de invierno. Por los días en que cesan las lluvias torrenciales llegó a un poblado antiguo, en las margenes del Chixoy, donde parecía no haber nadie. La vida transcurría a la sombra de grandes árboles de zapote. Allí habilitó una vivienda abandonada, raspó los horcones florecidos y organizó una economía inaccesible a las leyes mercantiles y a las especies depredadoras del aire. Las manadas de monos que desde la soledad espiaban las cosas de los hombres, vieron cuando la boa ratonera que hasta entonces había ocupado la vivienda se iba del lugar imperceptiblemente.

En cuanto hubo resuelto sus necesidades materiales, el maestro músico inició la construcción de una marimba. No quería regresar a la soledad sin pájaros de la muerte antes de haber ordenado en el tiempo la matemática triste que lo desvelaba. Sabía que en la selva hay variedades afortunadas de madera que pueden convertirse en instrumentos de percusión, gracias al entendimiento. La fabricación de marimbas se basa en ecuaciones viejas de la memoria que le permiten al hombre volver asunto de la inteligencia el material de que están hechos los quiebracajetes. De ahí que al llegar la época en que los loros aturden temprano la realidad, Patrocinio Raxtún se internó en el bosque, en busca de palo de hormigo. Es esta una especie sonora que a pesar de su raigambre lluviosa y su vocación de canario, hace revirar el hacha. Dos días le llevó tumbarlo y separar un trozo suficiente para obtener veintiséis teclas, asediado por enjambres de abejas que transformaban en formas dulces de energía la sal del trabajo físico ordinario.

Lo que siguió a continuación fue obra de la intemperie y de los días. El trozo de hormigo desprendió la corteza por sí mismo, asimiló la luz y expulso de sus tejidos toda posibilidad de florecimientos posteriores. Al golpearla en septiembre con el cabo del hacha, la madera tenía la resonancia de una botella vacía. Entonces el maestro músico colocó el trozo sobre dos trípodes de horcones, y bajo un cielo de urracas se dedicó a aserrarlo, hasta obtener el tablón de dimensiones y grosor adecuados para el objeto. Luego, siguiendo el hilo de la madera, cortó veintiséis piezas en proporción decreciente, guiándose por un modelo ideal que en el espacio de las cosas tangibles habría de ocupar tres cuartos de brazada. Concluido el oficio grande, se aplicó a la labor de precisión de las teclas. Hay relación exacta entre la edad de la madera y el timbre del sonido que produce; pero esta proporción también depende del volumen del tejido vegetal que por unidad sonora es sometido a percusión. De ahí que con cada pieza resultó necesario desbastar espesores al oído y calcular posiciones de memoria, hasta obtener los equivalentes materiales de una escala medida con el pensamiento. El valor musical de la tecla mayor lo estableció arbitrariamente, tomando como referencia los ruidos grandes de la realidad y reduciéndolos luego a dimensiones cotidianas. Cuando esta primera tecla estuvo lista, el sonido que produjo era semejante al de los goterones de mayo en los tejados de la altiplanicie.

En diciembre calculaba terminar el teclado; pero acontecimientos imprevistos enredaron su proyecto en el tiempo. Los años de contradicciones con tordos y gorriones habían deteriorado el árbol con que su cuerpo se ventilaba por dentro. Cuando trabajaba en la décima tecla comenzaron a dolerle las costillas y a quedarse sin aire. Varios meses permaneció postrado en el camastro, sintiéndose encanecer apresuradamente. Pero la enfermedad desarrolló en sus órganos una nueva forma de sabiduría. Su cuerpo se tornó sensible a los menores cambios de temperatura, y con los huesos adivinaba los horarios del rocío. Con extraordinaria precisión llegó a establecer los itinerarios de la luz en los complejos mapas de la primavera. Cada mañana hacía inventario de las averías que los procesos rutinarios de la materia le habían ocasionado a las teclas concluidas. Cuando el viento comenzó a soplar desde latitudes de ballenas y pelícanos, Patrocinio Raxtún vio que la posibilidad de la música dependía de la resistencia a la descomposición que presentaran sus tejidos y los del palo de hormigo. En mayo, sin embargo, las migraciones de la muerte abandonaron repentinamente el árbol de la vida. Pocos días después trabajaba otra vez en la marimba.

Durante la convalecencia terminó el teclado. Veintiséis piezas espléndidas, atadas en un haz, aguardaban a que una inteligencia musical les diera el orden definitivo que habrían de tener en el reino de los objetos. Con el sigilo de quien se sabe rodeado de factores frágiles y perecederos, el maestro músico procedió a organizar la armazón ingrávida y paciente que sobre tiras paralelas de tripa habría de soportar el teclado. La dotó de dos patas y de un asiento ensamblado a la estructura, de tal manera que en conjunto recordaba el esquema de una de las bestias ecuatoriales del zodiaco. Desde el invierno anterior, en un área del tapanco fuera del alcance de los pijuyes, tenía apartada tres docenas de tecomates, recurso utilizado por los músicos antiguos para resolver el problema de la resonancia. Bajo cada tecla dispuso uno de estos recipientes de sonido, en orden determinado según tamaño y propiedad sonora, puesto que las dimensiones de cada cascarón no siempre corresponden a sus virtudes acústicas. Existen cascarones de gran corpulencia y resonancia delicada; y los hay de vozarrón grave, capaces de repetir el retumbo del trueno y el estruendo de la lluvia, cuya configuración no parece hecha a la medida de esos ruidos. De ahí la irregularidad de los sistemas de resonancia en las marimbas elementales. Para sacarle música a aquel artefacto triste hacían falta únicamente baquetas con cabeza de hule, forma tradicional de atenuar la percusión sobre la madera mansa.

Tres años después de haberse instalado en la selva, Patrocinio Raxtún comenzó a tocar. En mañanas de sol colocaba la marimba bajo los palos de pito del patio, y durante algunas horas se dedicaba a explorar el teclado. Vio que iba a ser difícil tratar los delicados asuntos de guardabarrancas y cohetes de caña en un instrumento de resonancias incontrolables, hecho más bien para hablar del bullicio atmosférico que dejan las multitudes de loros en la realidad de los diluvios y las primaveras inmemoriales. Lo que trataba de expresar tenía que ver con los coletazos de barrilete en barrena que describe el Carro Mayor en las noches inmensas de la altiplanicie, con la tristeza de los gallos de hierro en las veletas descompuestas, con los caminos invisibles de los pájaros. Eran cosas simples y exactas que, sin embargo, la madera transformaba en aguaceros. Por eso evitó los sonidos simultáneos y buscó producir notas claras y distintas. Inició la pieza con un acorde lento que detuvo largamente el sol, de tal manera que quien escuchara supiera que iba a hablar de cosas de antes y que se proponía lamentar su ausencia. Luego, toco un do rápido para tomar impulso y dejar ir después, muy despacio, toda la nostalgia efímera peripecia en el tiempo, alternando notas altas y bajas que en su síntesis y combinación evocaban los lucerones de diciembre al alcance de la mano, los geranios de abril, la brevedad de las moras y la alegría fugaz de las jaulas con canarios que llevan por las ferias los adivinadores ambulantes. Cuando todo esto fue dicho, sin prisa, sin aceleraciones que confundieran unas cosas con otras, lamentándose un poco por lo precario e inasible del tiempo, agregó un trozo breve con la baqueta de la mano izquierda, el cual inició antes de terminar el que estaba tocando con las dos de la derecha. Este hablaba de cosas gratas, aunque pasajeras. Se refería a los bailes ocasionales de moros que se quedan para siempre en la dimensión de los espejos y los patios barridos, celebrando las máscaras de dientes perfectos y sonrisa cruel, los bigotes de oro derretido, la mirada azul y la expresión estática de los cristianos frente a un cielo extranjero de cenzontles y palos voladores. Indicó con la música que así había sido siempre; que la felicidad consiste en haber visto y poder recordar, y que en los armarios intactos de la memoria el mundo permanece sin polvo ni mudanza. Después volvió a decir una y otra vez las mismas cosas. Parecía repetir el asunto anterior exactamente; pero en realidad se refería a él desde estados de ánimos distintos. Entonces se dio cuenta de que en el orden y en la sucesión de la música hay mucho de las costumbres de los números; que la música es una matemática de los sentimientos y que para expresar el movimiento de las cosas en el espíritu se hacen necesarios números que fluyan.

Tocando la misma pieza, Patrocinio Raxtún no sintió llegar la vejez definitiva. Cada vez con mayor frecuencia se quedaba dormido bajo los palos de pito en el patio. En abril llegó a la conclusión de que toda su música duraría en el tiempo menos que un aguacero. Cuando llegaron otra vez las lluvias entró la marimba y se encerró a pasar el agua. Su cuerpo buscó el camastro y su espíritu permaneció a partir de entonces en la remota realidad de los loros de invierno. El instrumento músico corrió la suerte de los objetos comunes. El interior de la casa se llovió con los días, y por las patas ascendió a la marimba la humedad de la vida. Meses después, la madera brotó retoños nuevos. En octubre, una boa ratonera se instaló en la vivienda.