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«La luz de las altas velas colocadas en esos magníficos candelabros iluminaban cálidamente el comedor decorado con el mismo buen gusto con el que había sido elegido el menú.

Al fondo la música del Aria Sobre  la Cuerda en Sol de Bach en violoncello sonaba procurando al oído las mismas exquisitas sensaciones que la creme brulée había causado en el paladar.

Era la natural conclusión de una comida exquisitamente preparada. La textura de ese postre cremosamente dulce sin ser empalagoso, era la adecuada para enviarme las señales oportunas anunciando que el opíparo episodio había terminado.

La dulzura del  espumoso Suá bajó lentamente por mi garganta hasta rincones ignotos de mi cuerpo. Esa cálida y a la vez fresca dulzura despertó sensaciones íntimamente dormidas. Los lazos que mantenían mi  compostura ante la gente del servicio se tensaron hasta el límite en que la respiración apenas podía mantenerme con conciencia y al punto de sentir que la tensión era tan fuerte que lo único que seguiría sería el delicioso rompimiento de tan dulce y angustiosa sensación.

No podía ser de otra manera. En tantos años seguía sintiendo como nuevas esas sensaciones.

La persona encargada retiró los platos y nos quedamos solos. Se levantó mirándome como siempre con esa dulzura que me cautivaba como antes. Llevó la mano al bolsillo interior de su saco y tomó un pequeño paquete envuelto primorosamente.  Me extendió la otra mano para ayudar a levantarme y recibí el paquetito con las dos manos y con la misma curiosidad de una chiquilla de quince años.

-Ábrelo- me dijo- lo cual no era necesario pues ya lo estaba haciendo.

Era una cajita larga y supuse que habría dentro un reloj. Sin embargo, al abrirla encontré un brazalete con cuarenta rubíes engarzados y mientras lo tomó y comenzó a ponérmelo, me dijo:

– Es uno por cada año de matrimonio. Rojos como el amor que nos ha unido todos estos años en los que hemos pasado tantas cosas. Nuestras luchas cono recién casados, los dos estudiando en la U. Luego, cuando dejaste de trabajar para dedicarte a nuestros hijos, fue una gran prueba de tu amor, porque eras tan buena o mejor que yo en nuestra profesión. Por eso quiero decirte una vez más, que te amo y que te agradezco tu entrega y tu fidelidad por todos estos años.

No pude contestarle porque las lágrimas acudieron a mis ojos, más aún cuando terminó de ponerme el brazalete y me besó las manos; entonces, le tomé el rostro y se encontraron nuestros labios en un beso que fue a la vez tan familiar y tan nuevo porque expresaba el recuerdo a la vez que el momento en que nos encontrábamos.

Al besarnos sentimos todavía el dulce aroma del postre con el vino y volvimos a sentir la misma alegría que tuvimos el día en que nos casamos.»

– Sigue abuelita. ¿Qué pasó después?

La voz de mi nieta me sacó de los recuerdos y continué con mi relato.

– Esa noche fue inolvidable. Fue la última noche que pasamos juntos con tu abuelito.

– ¿Cuántos años tenías entonces?

– Cincuenta y siete años; él tenía cincuenta y nueve. Yo tenía diecisiete años cuando nos casamos; él diecinueve. Ya iba a ser su cumpleaños. Éramos unos niños, pero, por esas cosas extraordinarias de la vida logramos tener una vida plena en nuestro matrimonio.

No todo fue miel sobre hojuelas, pero, Dios nos ayudó a seguir juntos hasta el último día…

– Abuelita, si te pones triste, no sigas.

– No, no tengas pena mi amor. A mí me hace bien hablar de él; recordarlo. A la mañana siguiente salimos del hotel en Chichicastenango donde habíamos pasado nuestra luna de miel hacia Panajachel. Queríamos volver a los mismos sitios en donde habíamos estrenado nuestro matrimonio.  Íbamos en una de las cuestas con tantas curvas que hay allá. Estaba nublado; no podía verse bien. Repentinamente, nos salieron de la nada unos enmascarados que habían colocado obstáculos en el camino. No sé cómo pudo frenar el carro tu abuelito sin que volcara. Al detenerse completamente se nos dejaron ir con sus armas apuntándonos y maldiciéndonos. Abrieron la puerta con violencia y nos bajaron a la fuerza. A mí me sacaron del cabello y a él de la camisa. Ambos gritábamos que se llevaran nuestras cosas, pero, que no nos hicieran daño. Uno de ellos vio el brazalete que tenía puesto desde la noche anterior e hizo el ademán de quitármelo. Yo, instintivamente, quise resistirme, pero, me jaloneó del brazo y otro de ellos me pegó.  Tu abuelito al ver eso, quiso defenderme y sin pensarlo logró zafarse de los que lo tenían de los brazos y se fue contra el que me atacó. En ese momento uno de los asaltantes disparó y lo hirió en la pierna; el cayó y comenzó a desangrarse. Yo gritaba horrorizada sabiendo que yacía herido en la arteria femoral, pues la sangre brotaba con fuerza. Comencé a gritar como loca y entonces me golpearon en la cabeza. Quedé inconsciente unos momentos, pero, escuché que se iban corriendo. Cuando desperté, me arrastré como pude hasta donde estaba tu abuelito. Quise tapar la herida; presionarla; pero, ya era todo inútil; sabía que estando solos los dos en esos caminos, el desenlace sería en cualquier momento. Él iba palidenciendo cada vez más; tembló de frío y lo quise abrigar con mis brazos. Me miraba con desesperación sabiendo que me dejaba sola ahí y en la vida. Me dijo conforme se iban cerrando sus ojos: «Te amo como el primer día; gracias por estos cuarenta años; gracias por mis hijos maravillosos; sé que con ellos no te faltará nada. Te espero al otro lado» Yo lloraba; no podía hacer nada más que tratar de taponar la herida inútilmente. Nos dimos un último beso, Mis brazos seguían rodeándole como tratando de impedir que se le escapara la vida; así pasó el tiempo, no sé cuanto, hasta que de pronto, vino un camión del ejército. Cuando nos vieron, pararon y saltaron los soldados con sus armas apuntando hacia todos lados, pero, ya no había nadie. Me hicieron que me despegara de él para ver si aún vivía. Yo les gritaba que sí; que aún estaba vivo; que lo metieran al camión y lo llevaran al hospital.  Lo cargaron y lo acomodaron en el camión y yo me subí junto a él. El piloto manejó lo más rápido que pudo al hospital de Sololá, pero, cuando lo pusieron en la camilla y lo revisó el doctor dijo que ya no podía hacer nada. Yo me quería morir con él; le decía que no me dejara, pero ya no tuve respuesta. Me inyectaron algo y también por los golpes y todo lo sucedido perdí el conocimiento. Cuando desperté, me dijeron que habían llegado tu papá y tus tíos con mi familia.  Todo lo demás no lo veo más que como un sueño en blanco y negro.

 

– Ay, abuelita. Ya se te salieron las lágrimas; no quiero que llores, perdóname. Déjame que te limpie. Recuéstate, descansa. Toma un vaso de agua.

– ¡Cómo pasa el tiempo! Tú aún no habías nacido y ya mañana te casas, el mismo día que me casé yo. ¿Por qué escogiste esta fecha, mi amor?

– Mi papá siempre nos contó a mi y a mis hermanos qué matrimonio más especial y maravilloso tuvieron ustedes y espero que casarme en esa fecha me dé suerte.

– No mi amor; no es cuestión de suerte. Es cuestión de mucho trabajo. Al principio nos costó adaptarnos, No fue fácil; llegar a tener ese matrimonio maravilloso que recuerda tu papá fue cuestión de mucho trabajo y de guía de nuestros líderes. Los dos pusimos de nuestra parte y estuvimos de acuerdo en ceder en algunas cosas los dos por el beneficio de ambos. No es suerte; es bendición  de Dios al trabajo conjunto.

– Gracias por contarme abuelita. Te quiero mucho y siempre tendré en cuenta tus palabras.

Me dormí y al día siguiente me desperté temprano para que me ayudaran a arreglarme. Me puse mi mejor vestido,  fui a buscar al joyero qué ponerme como accesorio y en el fondo, con algunos eslabones rotos, encontré mi brazalete con cuarenta rubíes engarzados, uno por cada año de nuestro matrimonio que los asaltantes no se llevaron cuando caí inconsciente sobre él.

Fue la boda más linda que he visto, con la novia más bella. Iba linda mi niña. Luego, la recepción y los vi irse hacia Chichicastenango tratando de revivir la ruta que hicieron sus abuelos.  Le pedí al hotel que en la suite nupcial colocaran una botella del Suá de fresa que tanto nos gustaba para estar de alguna manera compartiendo su alegría.

Volví a la casa, me acosté a descansar y ahora me doy cuenta de que te estoy contando algo que ya sabes. Mi amor, treinta años han pasado desde la última vez que nos besamos.  Has cumplido tu palabra. Ahí me estás esperando. Sí ya voy mi amor, mi cielo. ¡Puedo incorporarme sola! Siempre tú tan caballero me extiendes la mano para ayudar a levantarme. Acá está mi mano, tómala mi amor, ya voy contigo.

Al otro día encontraron a mi abuela con el brazalete de cuarenta rubíes engarzados y que tenía algunos eslabones rotos puesto en su muñeca mientras que su otra mano se posaba sobre él acariciándolo.

 

Georgina Palacios
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