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Con motivo de la islamofobia actualmente desatada

Confesiones de un agente secreto

Marcelo Colussi

Mire, doctor: todo lo que le cuento es real. Le pido que me lo crea tal como se lo relato, ¿por qué habría de mentirle?

En realidad, el italiano era mi abuelo paterno; de Calabria. Mi papá ya nació aquí, y yo también, claro. Aunque siempre mantuvimos el idioma; bueno, yo ya no tanto, pero todavía puedo hablar bastante en dialecto siciliano. Y me defiendo aceptablemente en italiano.

Pero, eso no importa. Lo cierto es que yo, desde siempre, estuve en el medio de estas tormentas. ¡Usted no se imagina lo que era vivir en esa familia! Siempre con sonrisitas, pero por detrás una violencia que no tenía nombre…. Así me fui criando, entre mafiosos y armas. Creo que sería tonto decir que me arrepiento. ¡Como si fuera posible arrepentirse de la familia que uno tiene! La familia uno no la busca; le viene. Por eso…. no creo que sea correcto planteárselo así, ¿no le parece, doctor?

Bueno, pero esa fue mi historia, y nada podemos hacer ahora. Me acuerdo cuando era un jovencito –doce o trece años habré tenido– y presencié por primera vez un asesinato. En realidad no tenía nada que ver mi familia en ese caso, pero era por el barrio donde vivíamos. Después ya me fui acostumbrando. Uno se acostumbra a todo, ¿vio, doctor? También a la muerte. No sabría decirle si hoy a mi me gustaría matar a alguien; no lo sé. Pero, al menos, no me asusta pensar en que tengo que volver a hacerlo.

En verdad, cuando hablo de todo esto me agarra un poco de angustia. ¡Sí, de verdad! ¿Por qué no me puedo angustiar yo también, doctor? Claro, usted pensará que porque soy un asesino no me angustio. Mire, le voy a decir que yo tengo más moral que más de uno de esos monstruos para los que trabajo. O que trabajé, mejor dicho; porque ahora que ya no me necesitan, me abandonaron.

Culpa, culpa propiamente dicha…. no, eso no siento. Siento, o más bien: sé, sé racionalmente que todo lo que hice puede ser criticable. Pero mire, al fin y al cabo si uno se pone exquisito y empieza a analizar bien las cosas encuentra que todo es criticable. ¿Cómo se hacen las grandes fortunas? Trabajando, seguro que no. ¿Cómo se hace para volverse famoso? Por lo que yo he visto, vendiendo el alma al diablo. En fin: todo se puede criticar. ¡Mire los comunistas! Se llenan la boca hablando de pueblo, de igualdad, y los dirigentes viven en grandes palacios, con cuentas secretas en los bancos suizos.

Pero nos vamos del tema. Yo le decía, doctor, que no siento una particular culpa por todo lo que hice; en todo caso tengo que confesarle que tengo…. resentimiento. Sí, eso: re-sen-ti-mien-to. Por cómo me trataron, por cómo me usaron. Mire qué cínicos: ahora que paso a ser un estorbo me dejan en un hospital psiquiátrico y me hacen pasar por loco. ¡Y le aseguro que loco no estoy! Eso es lo que me molesta, lo que me encoleriza. Haber participado en acciones secretas…. bueno, en sí mismo eso no tiene nada de malo. Me encoleriza ver cómo se usa a la gente.

Será que uno, conforme se pone más viejo, busca reflexionar un poco más sobre las cosas. No sé, no me quiero hacer el filósofo, pero desde hace un tiempo vengo pensando, cada vez más, en lo terrible que podemos llegar a ser los seres humanos. No sólo que podemos llegar a ser; yo diría, peor aún: que somos. ¿Alguna vez se puso a pensar en eso, doctor? Es para llorar, realmente.

Pero entiendo que a usted no le interesan todas estas disquisiciones. Volviendo a mi caso, entonces, le cuento que a los 16 años ya trabajaba como pusher. Fue mi hermano mayor el que me dio esa responsabilidad; para ese entonces mi papá ya estaba muy enfermo y casi no se ocupaba de los negocios.

De joven a mí no me interesaba la política. Tampoco ahora, para ser franco. A decir verdad, si bien trabajé por años para la CIA, nunca me interesó la política. ¿Vio, doctor, eso que siempre se dice: que la política es sucia, es puro negocio? Bueno, es así. Rotundamente se lo aseguro, yo que estuve más de treinta años ligado a ese mundillo. Es lo peor que se puede concebir, peor que nosotros, los asesinos y mafiosos. Pero, ya ni sé cómo, entré a ese mundillo.

Sucede que la sensación que ahí se tiene es muy agradable. Es como con las drogas: una vez que uno entra ya no quiere salir; no es que no pueda salir. No quiere. Yo conocí don nadies que, una vez llegados a ese ámbito, daban su vida por seguir ahí. A mí, para serle franco, nunca me fascinó. Me gustaba porque me permitía ganar mucho dinero, ¡pero mucho!, sin tener que arriesgar tanto la vida como mis hermanos. Ellos siguieron siempre en el hampa; en el hampa no legal, digamos: drogas, juego, robo de vehículos. Yo, en cambio, hasta tuve pasaporte diplomático. Me acuerdo que estuve en situaciones que, cuando luego lo contaba en familia, no se podía creer: desayunos de trabajo con ministros de los paisuchos pobres, de Latinoamérica casi siempre, veladas de gala con la crema, hasta un par de veces cené con reyes: los de España y los de Suecia. Ah, también me vi algunas veces con reyes africanos; pero esos no son reyes de verdad. A más de uno –me daba risa– los nombramos reyes nosotros, con la Agencia.

Pero, bueno: todo eso no le interesa…. eso creo, ¿no, doctor? Si le interesa puedo contarle con lujo de detalles. De todos modos dejémoslo para después; supongo que tendremos mucho tiempo para conversar. Como le decía: he visto cada cosa en mi trabajo que si las cuento, estoy seguro que quien me escucha no las podría creer.

Claro, yo tenía un puesto muy particular: fui, por más de diez años, encargado de operaciones especiales. Le aseguro que no cualquiera llega a eso, no cualquiera. Y lo obtuve, ¡se lo aseguro, doctor!, por mérito propio. Nunca fui de buscar mucho las recomendaciones. Quizá pude subir tanto en la Agencia por un par de motivos que no todos pueden manejar: mi facilidad para los idiomas, y mi sangre fría.

Sí, no se ría. Las dos cosas ayudan, seguro. ¿Usted cuántos idiomas habla? Claro, me lo imaginaba: como todos los ciudadanos de este país sólo habla inglés. Está bien, no hay por qué buscar ser un erudito; ¡pero mire que somos cerrados los americanos! No pasamos del inglés, la Coca-Cola y el Mc Donald’s. En verdad no sé si me considero un simple ciudadano americano. No, creo que no, aunque nací y me crié aquí. Bueno, pero como le decía: por diversos motivos tuve la suerte de aprender algunos idiomas, y nunca me costó. Ya en mi barrio, de chico, donde convivía con gente de todas partes del mundo, chapuceaba español y árabe, además del dialecto de mi familia. En realidad nunca fui buen alumno, para ninguna materia, pero con los idiomas sí era talentoso. Así aprendí también un poco de francés, y hasta algo de chino.

Y la otra cosa que me ayudó a subir, como le decía, es mi sangre fría, mi tranquilidad en los momentos difíciles. Así debe ser un agente encubierto; al menos eso nos repetían hasta el hartazgo en los cursos en la Agencia. Me acuerdo una vez, en Nicaragua, con el sandinismo, cuando tuve que neutralizar…… ¿cómo dice, doctor? Sí: neutralizar es matar. Bueno, cuando tuve que matar a un dirigente comunista de Cuba que estaba apoyando a los sandinistas, y se hospedaba en un hotel lujoso. Así disimulaban, claro. Él era un instructor militar, muy bien preparado, y como sabían que nosotros los veníamos siguiendo, para despistar, haciéndose pasar por diplomático, paraba en un hotel cinco estrellas. Recuerdo que me metí en su cuarto, lo ahogué en la tina del baño, y luego encargué la cena, tranquilamente, haciéndome pasar por él. El problema fue cuando vino la puta que había pedido a la habitación. Ya ni me acuerdo cómo manejé la situación; lo cierto es que hasta hicimos el amor con el cadáver en el baño, cenamos juntos, y luego pude despacharla sin que sospechara nada. Y nadie se enteró del asunto hasta cuando, a la mañana siguiente, después de dormir como un oso, yo ya había dejado el hotel. ¡Eso es sangre fría!

Me imagino que ustedes, psiquiatras y psicólogos, no dirán «sangre fría». Ustedes me llamarían, si no me equivoco, psicópata. Bueno, ¿qué le voy a decir? Si ese es mi nombre científico, bienvenido. Es como las plantas: pobrecitas, ellas no saben qué son. Son plantas nomás, aunque después las llamemos con nombres rarísimos en latín. Nosotros, los que hacemos los trabajos sucios, somos enfermos, pero ¿qué son los que firman los decretos para invadir un país, para bombardear, para dar luz verde a una operación secreta? A esos, ningún médico los diagnostica, ¿verdad?

Mire, doctor, le voy a decir algo, y no crea que me estoy enojando con usted: en el mundillo político que maneja este país, y me atrevo a decir aún: entre los empresarios multimillonarios que son los que realmente mandan, usted va a encontrar que está lleno de locos, maniáticos, sedientos de poder, insaciables. Se lo digo con certeza, porque yo trabajé treinta años para ellos.

¿Vio que siempre se dijo que Hitler era un chiflado, que eyaculaba de emoción escuchándose a sí mismo cuando pronunciaba sus discursos? Bueno, mis patrones son más locos todavía. Pero ellos son los que dirigen el mundo ahora, y nadie les va a hacer un diagnóstico de psicopatía, o como se llame eso.

Los locos somos nosotros, las pulguitas, los que hacemos los trabajos sucios. Somos locos cuando caemos en desgracia, como yo ahora; antes era «un glorioso defensor de la patria». ¡Da risa!

¿Cómo fue? Bueno, prepárese a escuchar algo inverosímil, doctor.

¿Se acuerda de Frank Carlucci? El fue Secretario de Defensa con Reagan, y antes, jefe de la CIA. Dado que los dos somos de origen italiano, él, al saber de mí en la Agencia, al saber de mi buena reputación laboral, de mi profesionalidad, me buscó. Para ese entonces –hace ya más de quince años– yo ya era conocido por mi prolijidad para los trabajos. Me tenía mucho aprecio, y tengo que reconocer que no me caía mal. Por lo menos no era un estúpido fanático de la comida rápida, y muchas veces compartíamos buena pasta con algún Chianti italiano. Sabía comer…

Bueno, como nos entendíamos, nació una cierta camaradería que se mantuvo por años. Fue con él, hace ya años, que conocí al que fuera Primer Ministro británico, John Mayor, cuando manejábamos la Guerra del Golfo. Ellos como políticos, yo como operador de la Agencia. Yo era el contacto para diagramar todas las noticias de CNN. ¡Qué manera de mentir! Bueno, así es mi trabajo.

Recuerdo que unos meses antes de la guerra tuve ocasión de conocer en persona a Osama Bin Laden, pero no por cuestiones militares directamente, sino por algo en relación a un embarque de goma arábiga que hacía él para la Coca-Cola. Me acuerdo bien, porque años después me volvería a llamar la atención la coincidencia, ya que todo eso del embarque tenía que ver con una megaempresa, el Grupo Carlyle, a quien también pertenecen Mayor y Carlucci. Y Bin Laden. Bueno, más bien el Grupo Bin Laden, con sede en El Riad, Arabia Saudita, que está muy cerca, aunque usted no me lo crea, doctor, de los republicanos.

Sí, doctor: así como lo escucha. Creo que usted no me cree mucho de lo que le digo. Ahora bien: ¿qué interés tendría yo en engañarlo a usted ahora? Sé que no estoy loco, pero usted, de todas formas, va a tener que certificar que soy un demente, porque grandes poderes se lo van a solicitar. Todo lo que le cuento es la pura y descarnada verdad; pero como eso no conviene a peces gordos, yo tengo que salir de escena. ¿Y qué mejor que internarme en un manicomio?

Sin embargo, ahora que ya empecé a contarlo, quiero decírselo todo, doctor. Usted me cae bastante bien, me parece un buen tipo: es de los que hablan sólo inglés y lleva a sus hijos los domingos a comer a Mc Donald’s. Pero, créame: me gusta la manera que tiene de escucharme.

Bueno, este Grupo Carlyle, al menos hasta donde yo sé, es un monstruo valuado en alrededor de catorce mil millones de dólares. Se ocupa de todo un poco: lo forman otros monstruos no menos enormes, como las United Defense Industries, de Virginia, la Raytheon, con sede en Massachusetts, y la Bush Energy Oil Company, de Texas. Ah, y también la Enron, esta empresa que acaba de estar en el tapete con motivo de los famosos fraudes, ¿se acuerda, verdad?

Ya ve, doctor: no es para andar jugando toda esta gente. Además, como le dije, están los árabes del Grupo de Bin Laden. Estos, que no son ningunos estúpidos para hacer negocios, son socios de la familia Bush; de hecho el hermano mayor de Osama, que se llamaba Salem –y lo recuerdo porque a mí me tocó supervisar el peritaje que se hizo cuando cayó el avión en que viajaba, y murió, en Houston, en el ’93, porque se pensaba que podía ser un atentado– fue el fundador de la Bush Energy Oil, con el viejo Bush, el que fue vicepresidente con el vaquero Reagan, antes de ser presidente y atacar Irak, allá en los ’90. No sé exactamente de qué manera, pero esa petrolera es algo así como subsidiaria de la Chevron/Texaco. ¡Todo en grande, muy en grande!

Bueno, ese Grupo Carlyle, come le decía, maneja mucha plata, y mucho poder, pero mucho. Para que vea: fabrican, por medio de la Raytheon, los sistemas de guía para los misiles Tomahawk, los sistemas de posicionamiento global por satélite, y también sistemas integrados de radar para todas las fuerzas armadas del país. Se imagina los dólares que puede mover todo eso, ¿verdad?

Además, la United Defense, otro de sus brazos, fabrica los sistemas de lanzamiento de misiles para la Marina y la Fuerza Aérea. O sea que los misiles Tomahawk, de Raytheon, se lanzan desde plataformas fabricadas por United Defense instalados en cada barco y submarino de la Marina y en la mayoría de los bombarderos B-52, B-1 Lancer y B-2 Spirit de la Aeronáutica.

¿Entiende, verdad? Todo queda en casa. Además el Grupo Bin Laden fue el principal contratista civil para la reconstrucción de Kuwait tras la Guerra del Golfo, y es en la actualidad el contratista de ingeniería civil más grande en Medio Oriente, siendo muy probable –ya no tengo esos datos– que quede como una de las principales empresas encargadas de la reconstrucción de Irak.

Por supuesto que la imagen de Osama es la del demonio tras los atentados del 9/11; pero es parte del espectáculo, doctor, como siempre. Los negocios pueden tolerar –y hasta necesitan– un poco de circo. Eso les da sabor.

Bueno, en realidad esto de Bin Laden, aunque sabemos que puede estar bien montado, no fue algo tan simple de digerir. Y ahí vienen mis problemas.

Los negocios son una cosa, pero jugar con las personas es algo distinto. Y le quiero decir, doctor, que han jugado con la CIA. Yo entiendo y acepto que el jefe es el jefe. Alguien tiene que mandar, ¿no? Y los que no somos jefes tenemos que cumplir las órdenes. Eso es general, no sólo dentro de la disciplina militar. También vale para usted, doctor, que es un buen ciudadano y paga sus impuestos sin hacerle daño a nadie. Mire: los poderosos ordenan, y la mayoría silenciosa cumplimos los mandatos. Claro, cuando uno es agente encubierto de la CIA tiene la sensación que es parte del mecanismo de poder, que las órdenes y el manejo del mundo pasa por las manos de uno. Pero si se pone a pensar un poco ve que es un minúsculo engranaje de una máquina tan compleja, tan enorme, tan despiadada, que termina por asustarse. Lo que se ve, doctor, es que el poder es tan pero tan lejano a nosotros, que mejor ni preguntarse esas cosas, para no terminar llorando, o pegándose un tiro.

En un tiempo yo pensaba que efectivamente todos éramos parte de la cadena, que cada uno de nosotros ponía su granito de arena para la grandeza del país, y que todos gozábamos los beneficios. ¡Qué complicado todo esto!, ¿no le parece? Pero los que ya peinamos canas, si nos detenemos a pensar un poco, podemos ver la otra cara de la moneda: vivimos para tomar Coca-Cola, comer Mc Donald’s, y no pensar. Fundamentalmente eso: no pensar. Por supuesto, mientras tengamos la refrigeradora llena y el carro parqueado frente a la casa, ¿quién necesita pensar?

Pero a veces, en los momentos difíciles, es bueno ponerse a pensar. Yo, ahora, estoy pasando un momento muy difícil, como se dará cuenta. Por tanto, he estado reflexionando mucho; estuve pensando cosas que antes jamás en toda mi vida había considerado. Por ejemplo: ¿para qué y para quién trabajé treinta años?

Me entiende, ¿no, doctor? ¿Para quién trabajé toda mi vida? Para un grupo de ricachones que, cuando les servía, me trataban bien, y cuando ya no les interesé, me neutralizan metiéndome en una casa de locos. Es triste, pero es así.

Resulta que en la Agencia teníamos información acerca de los atentados que se venían el once de septiembre; lo sabíamos. Por mis manos pasaron los nombres de varios de los suicidas. Creo que todos lo sabían. Mire, para darle un ejemplo, y siempre hablando de negocios: la firma Morgan, Stanley, Dean, Witter & Compañía, que me imagino debe conocer, ganó 1.2 millones de dólares, y más todavía ganaron los de Merril Lynch –creo que como cinco millones y medio– mediante la ejecución de una herramienta bursátil llamada Put Option con acciones de American Airlines, dos semanas después de los atentados.

¿No entiende? Bueno, le explico. El Put Option es una opción que cubre riesgos, así de simple. Si uno compra una acción a un dólar y una semana después se la regresa al emisor y la acción vale, digamos, ochenta centavos de dólar, el emisor está obligado a pagarte los dos centavos de diferencia más el dólar que le costó la acción. Este es una herramienta financiera usada por muchas compañías dentro de NASDAQ y la NYSE para agenciarse de capital fresco. Pero aquí viene lo sorprendente: ambas compañías que le mencioné, doctor, estaban localizadas en las torres gemelas –una en cada torre–. Curiosamente ambas habían comparado acciones de American Airlines entre el 6 y el 10 de septiembre mediante Put Options, y ambas se las volvieron a vender a la aerolínea mediante la ejecución del contrato entre el 29 de septiembre y el 10 de octubre, cuando el valor de la acción había caído casi un cuarenta por ciento. Otra cosa llamativa es que el día del atentado, ninguno de los altos ejecutivos de ninguna de las dos compañías se encontraban en sus oficinas a la hora del ataque. Llamativo, demasiado coincidente, ¿verdad?

Bueno, por lo que se ve, había mucha gente que sabía lo que iba a suceder. Yo, varios meses atrás, cuando veía que se venía encima el atentado, hice algo que –ahora me doy cuenta– fue muy osado: al no encontrar todo el eco que esperaba en mis jefes de la Agencia, acudí a Carlucci. Pensaba que, dada la confianza que había y el aprecio que él me tenía, iba a sorprenderse con lo que le contaba, e iba a reaccionar haciendo algo. Pero no sabía lo que me esperaba.

Él, como le dije hace un rato, es un alto ejecutivo del Grupo Carlyle, por lo que sabía, o supongo que sabía, lo que se había tramado. Algún tiempo después me di cuenta de todo; recuerdo que un año atrás, más o menos, había leído un documento de una Fundación que apoya a los republicanos donde decía que necesitamos «algún hecho catastrófico y catalizador, como un nuevo Pearl Harbor». Ya estaba todo planificado, doctor, ¡todo!

¿Que no entiende? Pero si está clarito: un atentado terrible, la imagen de un monstruo asesino como Osama Bin Laden que puede justificar cualquier cosa, una buena campaña mediática, y las circunstancias están preparadas para lo que viene después. Como dijo la Secretaria de Estado, Madeleine Albrigth: «Mc Donald’s no puede expandirse sin Mc Douglas, el fabricante de los aviones F-15.» Es decir: ya tenemos el nuevo Pearl Harbor para ir a buscar el petróleo de Hussein; y de paso, en la operación, se gastan unos cuantos milloncitos en los equipos que fabrican los amigos. ¿Entiende ahora, doctor?

Mire: en realidad no es ni mejor ni peor que tantas acciones en las que me tocó intervenir. La diferencia, quizá, está en el volumen de dinero que se mueve aquí; pero en lo sustancial no es muy distinto de lo que hice toda mi vida, o de lo que siguen haciendo mis hermanos en el Bronx. El error de cálculo que tuve fue pensar que la Agencia tiene más poder del que tiene. Hasta el momento en que fui a ver a Carlucci pensaba que de verdad importábamos como mecanismo de control, que éramos una policía especializada muy tenida en cuenta. Pero me encontré con que no es así.

Cuando los que mandan de verdad –gente como los del Grupo Carlyle– nos necesitan, nos llaman urgente. Pero nosotros no contamos en la fiesta. Ahora que yo creía que estaba cumpliendo a la perfección mi trabajo de detective, que habíamos descubierto un plan delictivo y lo podíamos detener a tiempo, veo que los delincuentes no son los árabes terroristas, sino mis propios jefes. ¡Me indignó, doctor! Sí, me indignó profundamente. Y no pude contener la cólera. Recuerdo que ya me empecé a desesperar luego de la entrevista con Carlucci; me recibió apenas unos minutos en su oficina, y hasta llegó a decirme que yo estaba exagerando. ¡Se imagina! Alguien que fue director de la Agencia, que conoce a cabalidad el trabajo, que sabe que en estas cosas ninguna exageración es grande…. Ya desde ese momento algo me olió mal, y empecé a adentrarme un poco más en el tema. Cuando tuve más claro de qué se trataba, no pude evitarlo y generé esa entrevista con los periodistas franceses para contarles todo.

Mire, a esta altura de mi vida y habiendo trabajado tres décadas en la CIA, ya no me puedo tomar en serio eso de la defensa de la patria. ¿Qué es la patria, doctor? Se puede defender –como dijo la Albrigth– a Mc Donald’s; eso es concreto. Y para eso están los F-15, y todos los arsenales que se le puedan ocurrir. Y para eso estamos nosotros, los asesinos bien preparados de la Agencia, fríos y calculadores. Pero ¿defender la patria? Alguna vez me lo creí en serio, se lo juro. Yo combatí en Vietnam, y me sentía orgulloso de defender la bandera patria. Pero ya estoy viejo, ya mentí mucho en mi vida, ya vi lo que es el poder, y no puedo tomarme en serio todo eso, doctor. Está bien para enseñárselo a los niños en la escuela, pero no a los 57 años de edad.

Además…. no me aguanté que se menospreciara de tal forma nuestro trabajo, mi trabajo. Menos aún por uno de los nuestros, por un tipo que fue jefe de la Agencia. ¡No lo soporté!, y decidí hablar.

Aquí están las consecuencias.

Marcelo Colussi es argentino de origen. Actualmente radica en Guatemala. El presente relato está tomado de su libro de cuentos “Rubicunda”.

(Especial para ARGENPRESS CULTURAL)

Marcelo Colussi
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