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Corregir lo incorregible

El trabajo del corrector es polémico e incomprendido. Las opiniones extremas sobre este oficio van desde afirmar que el corrector es un escritor frustrado hasta considerar innecesaria su labor. Hay escritores que piensan que su trabajo no debe ser tocado ni con el rasguño de una coma, pero hay otros que confiesan en privado —aunque nunca lo expresen por escrito ni den el crédito donde corresponde— que el corrector es coautor de su obra, que sin su ayuda sus textos serían un galimatías o más pobres o antiestéticos; Miguel Ángel Asturias decía que el trabajo del corrector era igual al del carnicero, mientras que José Saramago afirma que este oficio «pertenece al reino de la libertad».
Para hablar de estos y otros temas, y para recordar el nacimiento de Erasmo de Rotterdam (Holanda, 27 de octubre, 1466-12 de julio, 1536), se celebró el día de la corrección de estilo por tercer año consecutivo, el 7 de noviembre de 2009, en la Biblioteca de México. Ese día, desde temprano hasta muy noche, se llevaron a cabo diversas actividades organizadas por Profesionales de la Edición, que dirige Ana Lilia Arias. Entre otras cosas, se crearon los premios Martí Soler a la mejor anécdota de corrección de estilo en México y el Nikito Nipongo a la mejor perla idiomática. La convocatoria tuvo gran aceptación entre correctores de estilo, editores, traductores, diseñadores, escritores, periodistas, publicistas, maestros, promotores culturales, autores de manuales, funcionarios, estudiantes, quienes aprovecharon el foro para exponer los problemas con que se enfrentan a diario, sus dudas y opiniones sobre la corrección y sus alrededores.
El trabajo de corrección nunca mereció el interés de la academia. Por eso es comprensible que los textos de los académicos sean los peores; el de los doctores, sobre todo, más ocupados en llenar informes para el Sistema Nacional de Investigadores y pedir becas, en hacer antesalas en oficinas de cualquier tipo, sin tiempo para leer o aprender a escribir con sintaxis y ortografía aceptables. Por eso no pueden corregir los trabajos de sus alumnos y los libros que escriben y las tesis que asesoran están inundadas de errores de todo tipo. Tampoco hacen trabajo de investigación los maestros respecto a algo tan elemental como la corrección y aceptan sin criticar las reglas de la Real Academia Española y las hechas por instituciones o individuos en el extranjero. Dos ejemplos de esto son la aceptación y recomendación de Cómo se hace una tesis, de Umberto Eco, y el manual de la Asociación de Psiquiatría Americana (APA) para trabajar el aparato crítico. El primero no tiene aplicación ni en Italia y el de la APA se usa más en México que en Estados Unidos.
El sometimiento de los intelectuales al imperio es tal que hasta para las reseñas que les encargan a sus estudiantes piden palabras clave y abstract, aunque el trabajo y la publicación estén hechos en su totalidad en castellano y tengan una extensión máxima de una página. Ridículo. Cuando uno les pide explicaciones sobre esto, sacan a relucir su autoritarismo, para decir que así lo hace todo el mundo y que las revistas arbitradas deben escribirse de acuerdo con los criterios locos de una asociación que trastoca todos los elementos de las fichas bibliográficas, por ejemplo, y la puntuación que usan sin rigor ni lógica.
Con razón los puso en evidencia G.K. Chesterton desde 1950: «Cualquiera podría adivinar de antemano que los ignorantes cometerían disparates. Lo que nadie pudo adivinar, lo que nadie siquiera pudo soñar en una pesadilla, lo que ninguna imaginación morbosa pudo atreverse jamás a imaginar, fueron los errores de la gente culta».
Por fortuna, hay personas cuerdas que se rebelan contra las entelequias y con una buena dosis de crítica y sentido común hacen un trabajo digno con los textos que les toca corregir. De manera que si se topan con et. all en una cita, aplican sus conocimientos de latín, de inglés y de puntuación para darle sentido a lo que el doctor quiso decir: et al. Y hasta le aconseja que para la próxima use en su idioma y otros, para no complicarse la vida.
Durante cientos de años, el trabajo de corrección se hizo de manera empírica; los conocimientos se transmitían en los talleres de impresión de maestro a aprendiz. Los primeros que hacían ese trabajo eran los copistas, que además eran artistas de la caligrafía.
Juan Manuel, en el anteprólogo del Libro del conde Lucanor et de Patronio, escribe: «Et porque Don Johan vio et sabe que en los libros contesçe muchos yerros en los trasladar, porque las letras semejan unas a otras, cuidando por la una letra que es otra, en escriviéndolo múdasse toda la rrazón et por aventura confóndesse, et los que después fallan aquello escripto ponen la culpa al que fizzo el libro; et porque Don Johan se rreçeló desto, rruega a los que leyeren cualquier libro que fuere trasladado del que él compuso o de los libros que él fizo, que si fallaren alguna palabra mal puesta, que non pongan la culpa a él, fasta que bean el libro mismo que Don Johan fizo, que es emendado, en muchos logares, de su letra», con lo cual uno comprueba que viene de lejos la tradición de no asumir los yerros e imputárselos al prójimo.
Dice Alfonso Reyes que era tal «la importancia que se concedía al copista y a la copia, que no sólo se asentaban al final de la obra su nombre y el de sus compañeros o autoridades del monasterio, sino también el día y aun la hora en que daba término a su trabajo. Aquí de las oraciones del copista, antes de ponerse a la tarea, para que Dios lo protegiera y no lo importunaran las moscas. (Waldo Frank nos ha contado que, cuando escribió City Block, se trasladó a un arrabal típico para empaparse del ambiente, y todas las mañanas se encomendaba para que lo dejaran trabajar las pulgas. Wells ha dejado, en su autobiografía, algún testimonio de sus luchas infantiles contra los parásitos.) Aquí de aquel duende o diablillo británico —Tívitil, según creo—, cuya función consistía en conducir al infierno a los copistas descuidados».
Sobre el origen de lo que pronto se convertiría en el pretexto para las metidas de pata de los beneméritos traductores, el duende de las traducciones, Reyes retoma lo que señala Valery Larbaud, quien «llama “Jhon-le-Toréador” (nombre que en sí es una sarta de disparates) a “aquel infatigable y pequeño demonio que, en todas las obras de todas las literaturas, se divierte en corromper y desfigurar las frases y citas en lengua extranjera”. Él sería responsable de todos los errores de español que aparecen en The Bible in Spain, de George Borrow. Lo sería también de aquel “ventio” que sopla dos o tres veces en la Tentative amoureuse, de Gide; y de tantas falsas citas españolas en que abundan gozosamente las otras literaturas europeas. Jhon-le-Toréador vendría a ser una de las divinidades menores en el cielo de la inexactitud, que alguna vez, por referencia a un personaje de Edith Wharton —mrs. Amyot—, consideré como la región natural del amyotismo: “Mrs. Amyot lo recordaba todo, pero todo lo recordaba mal” (El cazador, Madrid, 1921; Obras completas, III, p. 166-167). Jhon-le-Toréador presidiría también a las traducciones equivocadas».
Continúa Reyes, entusiasmado con el descubrimiento de nuevas erratas: «Algunos testimonios de última hora: Léon Daudet, Paris-Vécu, Première série, Rive Droite, París, Gallimard, 1929, habla de un “capricio” de Goya. Francis Carco, en Printemps d’Epagne, cita el proverbio: “Para teta y pesuña, Cataluña”, y traduce: “Pour la poitrine et le train de derrièrre, Catalane”; y más adelante interpreta: “Yo soy la doncella de la casa” por: “Je suis la jeune fille de la maison”, en vez de “la bonne”, “la domestique”, “la servante”» (La experiencia literaria, Obras completas, XIV, FCE, México, 1983, p. 174-175).
La asociación civil Profesionales de la Edición se creó el 11 de diciembre de 1993, con el fin de capacitar a los correctores y luchar porque se reconozca el carácter profesional de su oficio, útil en todas las áreas del conocimiento, y para documentar el trabajo de corrección de estilo en México. Una organización similar existe en Argentina, la Fundación Litterae, dirigida por Alicia Zorrilla, que este año inauguró la Casa del Corrector y en 2010 llevará a cabo las Segundas Jornadas Internacionales sobre Lengua Española. En la península ibérica, Antonio Martín preside la Unión de Correctores de España.
El Premio Martí Soler se instituyó en reconocimiento a su labor constante y preocupación para capacitar a las personas que trabajan en el mundo editorial y su extensa trayectoria en él. La anécdota ganadora fue la que contó Beatriz Corona, traductora independiente:
«Harta de ser enmendada por el joven corrector, buscó en un texto revisado por él alguna errata, para echársela en cara:
—Mira lo que se te fue —le mostró una palabra, donde le había marcado una dele que eliminaba un acento.
—¿Por qué le quitas el acento a dieciséis? —preguntó el corrector.
—¿Que no sabes que los números no se acentúan? —contestó, orgullosa».
Al concurso Nikito Nipongo llegaron las siguientes perlas:

  • «Se agregan tres cucarachas [por cucharadas] de azúcar» (Contenido, México, feb., 1993).
  • «Curso de verano infantil» (cartel pegado en un vagón del metro Universidad-Indios Verdes).
  • «Primero.- Se exhorta al Titular del Ejecutivo Federal a que por medio de la Secretaría de Relaciones exteriores solicite al Gobierno de los Estados Unidos de América que suprima la advertencia de no visitar México, por las consecuencias fatales que esto conlleva para nuestro país, sin dejar de olvidar que somos parte del Tratado de Libre Comercio de América del Norte» (Senado de la República, Gaceta del Senado, núm. 2, 13 may., 2009, http://www.senado.gob.mx/gace.php?sesion=2009/05/13/1&documento=62).
  • En un anuncio de Big Cola: «Come frutas naturales» (Sólo DFútbol, Canal 4-Televisa, nov., 2009)

Alicia Galván resultó ganadora con la siguiente: «Externamos nuestras mas sentido pesar y nos unimos a la pena que embarga a nuestra compañera Claudia Salceda por la perdida de su hermana. Rogamos al Señor Jesucristo por una pronta resignación, descanse en Paz. Respetuosamente Rosarito en la Noticia» (23 oct., 2008, http://rosaritoenlanoticia.blogspot.com/2008/10/festejan-nuevamente-el-da-del-corrector.html).
Eugenia Huerta mandó las siguientes, fuera de concurso:
«El pasado 23 de octubre, durante la ceremonia de entrega de los premios Príncipe de Asturias, al referirse a la UNAM como una institución que acogió a intelectuales españoles refugiados en México después de la derrota de la República en la guerra civil, el mismísimo Felipe de Borbón y Grecia, príncipe de Asturias y heredero al trono español, soltó ésta en su discurso: “los españoles del éxito y del llanto”, en un intento por citar a uno de ellos, el poeta León Felipe, que les llamaba “los españoles del éxodo y del llanto” (en El exilio español en México, 1939-1982, México, Salvat/Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 778). Nunca se sabrá si el error, más que errata, fue obra de quien le escribió el discurso o si, simplemente, Felipe no sabe leer». Y otra, «de las mejores que recuerdo: “…inicia en México la labor de detección de cáncer, principalmente a expensas del estudio de la descamación de células vaginales (técnica del Papa Nicolao)…” [¡Chin! ¿No habrá querido decir Papá Noel?]», se pregunta Huerta.
El corrector no sólo sabe reglas del lenguaje; su acervo cultural es amplio, su conocimiento de las materias del saber es vasto. El corrector trabaja con el cerebro, con el corazón, con las entrañas; ama las palabras; se preocupa por cuidar el lenguaje, tesoro. Las correcciones que hace son por el bien del texto.
Sin embargo, algunos no hacen bien su trabajo. Julio Cortázar, por ejemplo, se irritaba con los correctores (en Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, anota: «¡Ché [sic] Otero Silva, qué manera de revisar el manuscrito, carajo!») y se mostraba sarcástico con ellos: en la segunda edición de La realidad y el deseo, de Luis Cernuda, de Editorial Séneca, debajo del colofón que presume que el libro estuvo «bajo [sic] el cuidado tipográfico del poeta Emilio Prados», con una llamada al pie de página en la palabra cuidado Cortázar agregó a mano: «el descuido».
Gabriel García Márquez, que pidió «jubilar la ortografía» en 1996, cuando pronunció el discurso «Botella al mar para el dios de las palabras», en la ciudad de Zacatecas, durante la inauguración del Primer Congreso Internacional de la Lengua, confesó en Vivir para contarla (Diana, México, 2002, p. 190): «La ortografía fue mi calvario a todo lo largo de mis estudios y sigue asustando a los correctores de mis originales. Los más benévolos se consuelan con creer que son torpezas de mecanógrafo. […] Yo tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática, eran en realidad errores de creación, y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo». García Márquez también cuenta en el libro mencionado cuando el rector del liceo donde estudió en Bogotá le reclamó —sobre un escrito que había presentado aquél— que exuberante se escribía sin hache y paradisiaco sin acento y la mudez que guardó el rector cuando le explicó que el diccionario admite esa palabra con y sin acento. «Lo que más me afectó de la entrevista fue haberme enfrentado, una vez más, a mi drama personal con la ortografía. Nunca pude entenderlo. Uno de mis maestros trató de darme el golpe de gracia con la noticia de que Simón Bolívar no merecía su gloria por su pésima ortografía. Otros me consolaban con el pretexto de que es un mal de muchos. Aún hoy, con diecisiete libros publicados, los correctores de mis pruebas de imprenta me honran con la galantería de corregir mis horrores de ortografía como simples erratas» (p. 240).
Max Brod fue criticado por la forma como editó la obra de su amigo Franz Kafka, «la cual sometió a todo tipo de alteraciones, pues Brod, antes de publicar los manuscritos, hizo correcciones tendientes a dar un acabado a la obra, en gran parte sin terminar, ya que a su manera de ver, no era conveniente publicar algo que diera la idea de inconcluso o fragmentario —la esfera de la santidad está cercana a la de la perfección—, y, como si Kafka hubiera sido un discípulo obediente de las reglas, le cambió la puntuación y la ortografía, de un judío de Praga y provincianas, según él lo veía, por las del alemán estándar; cambió títulos; El Desaparecido lo llamó América; añadió encabezamientos a todos los capítulos, para permitirse escribirles tablas de contenido a las tres novelas que dejó inéditas Kafka; cambió palabras e, incluso, en El proceso, intercambió frases para dar la impresión de que un capítulo estaba terminado. Toda una faena de la que no se tuvo noticias hasta cuando empezó a aparecer la edición crítica alemana a principios de los años ochenta, ya que Brod gozó de un control absoluto y exclusivo sobre los manuscritos durante casi cuarenta años, hasta poco antes de su muerte ocurrida en el año 1968 en la ciudad de Tel Aviv» (Guillermo Sánchez Trujillo, El enigma de los manuscritos. Desciframiento de El proceso, de Franz Kafka, p. 15).
Quien corrige no espera recompensas y su labor es mal pagada, sólo lo mueve la convicción de ayudar en la creación de un texto digno; trabaja según le dicta su conciencia. Si no fuera por el trabajo del corrector, las faltas se multiplicarían sin parar, navegaríamos en un mar de yerros, nos ahogaríamos en ellas. Pero aun así, es impresionante la cantidad de erratas y errores que se encuentra uno todos los días, en todos lados, a todas horas.
El corrector, además, tiene que aguantar la incomprensión de los lectores, quienes descargan en él los errores del escritor, único responsable de lo escrito. Por ejemplo, Humberto Musacchio, en el Excelsior del 10 de mayo de 2010, en lugar de increpar al autor de Los jueves en Nairobi dos usos de la palabra inerme y uno de infligido que se prestan a anfibología, descarga su odio contra el corrector (al que sólo se le colaron dos yerros en todo el libro, contra cientos, tal vez miles que eliminó del original): «El libro […] se merecía un buen trabajo editorial que evitara la confusión entre infringir e infligir o inerte e inerme y otras tonterías que debemos cargar en la cuenta del corrector, si es que lo hubo», afirma sin pudor el tendencioso comentarista de la columna «La República de las Letras».
Según Jerónimo Hornschuch, el corrector «debe evitar con el mayor cuidado el entregarse a la ira, a la tristeza, a la galantería; en fin, a todas las emociones vivas. Debe, sobre todo, huir de la embriaguez, pues, ¿hay un ser cuya vista esté más turbada que aquel idiota que transformaba Diana en Rana?». Quiere correctores castos el autor de la Ortotipografía (Leipzig, 1608), algo difícil de conseguir en estos tiempos; o tal vez, debido a esto, los creadores de programas inventaron el frío corrector integrado a las computadoras.
Sin embargo, todos sabemos que estos correctores no son ciento por ciento confiables, que el conocimiento y la capacidad de discernir es una facultad sólo de los seres humanos y que es preferible un corrector depravado (otro adjetivo que se suele colgar a quien se dedica a este valiente, deífico oficio), vicioso, que celebre con un trago cada obra terminada —como lo hacen los maestros albañiles— y que sonría con un ¡salud!, porque salvó del coma a un libro que estaba en estado traumático.

 

Carlos López