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No aparecerán asesinados en las orillas de las carreteras;
se irá a fusilar a quien esté contra de la ley, pero asesinatos ya no,
queremos respetar los derechos del hombre, ejercitarnos en ello,
es la única manera de aprender a vivir democráticamente.
(General Efraín Ríos Montt, 23 de marzo de 1982)

Que el estado y las élites económicas apelen al estado de derecho, la democracia, la Constitución o la institucionalidad para defender sus posturas y privilegios no sólo es previsible sino hasta entendible; pero que grupos allegados al ejército lo haga para justificar las atrocidades cometidas durante el conflicto armado o para intentar balancear la adjudicación de culpas y responsabilidades, es no sólo cínico y risible sino sumamente perverso. No pongo en duda la necesidad de juzgar también los crímenes cometidos por miembros de la guerrilla durante el conflicto armado, pero valdría quizás la pena recordarle a estos grupos allegados al ejército en que consistió ese estado de derecho, esa democracia, Constitución e institucionalidad que según ellos los guerrillero intentaron destruir.

Valdría quizás la pena recordarles que días después del golpe de estado del 23 de marzo de 1982, los miembros de la Junta Militar encabezada por el General José Efraín Ríos Montt suspendieron la Constitución de 1965 y la Asamblea Nacional, impusieron un estado de sitio para prevenir cualquier tipo de actividad política (Decreto-Ley 24-82) y establecieron los Tribunales de Fuero Especial (Decreto-Ley 46-82). En estos “Tribunales”, en los que la pena de muerte era una sentencia común, los acusados no tenían acceso previo a los documentos de sus propios casos y eran juzgados sumariamente por jueces sin rostro directamente designados por el “presidente” Ríos Montt. ¿Es éste el estado de derecho y el orden constitucional a los que se refieren estos grupos?

Valdría quizás la pena recordarles que el Decreto-Ley 24-82 arriba mencionado también establecía el Estatuto Fundamental de Gobierno, el cual confirió primero a la Junta Militar y luego al General Efraín Ríos Montt todas las funciones ejecutivas y legislativas del Estado, entre ellas la formación, promulgación y ejecución de las leyes, y el velar porque éstas se cumplan. El Estatuto también le concedía al “presidente” la facultad de restringir durante el tiempo que creyera conveniente las garantías individuales contenidas en el Estatuto en caso de perturbaciones graves de la paz o de actividades contra la seguridad del Estado. ¿Es ésta la Carta Magna y el sistema democrático a los que hacen referencia estos grupos?

Valdría quizás la pena también recordarles el concepto o visión de legalidad que ya profesaba Ríos Montt en su primer discurso televisado del 23 de marzo de 1982:

 Por favor señores de la subversión, tomen nota de los siguiente, sólo el Ejército de Guatemala debe tener las armas y ustedes dejen las armas, porque si no dejan las armas nosotros les vamos a quitar las armas. Y oigan bien señores, no aparecerán asesinados en las orillas de las carreteras; se irá a fusilar a quien esté en contra de la ley, pero asesinatos ya no, queremos respetar los derechos del hombre, ejercitarnos en ello, es la única manera de aprender a vivir democráticamente.[1]

Dejando por un lado la discusión sobre qué exactamente implicó ese ejercitarse en el respeto a los derechos del hombre, en este discurso Ríos Montt no sólo admite abiertamente violaciones previas a los derechos humanos (“asesinatos ya no”), sino expresa claramente lo que Jennifer Schirmer llama la visión auto-referencial, auto-validadora y auto-justificadora del ejército con respecto a la ley y la legalidad.[2] Para Ríos Montt y el ejército guatemalteco, la diferencia entre ser asesinado y ser fusilado se reduce a tener la ley adecuada y, por supuesto, a estar del lado “correcto” del conflicto. Dado que la ley los respalda, el uso de violencia por parte del ejército fue siempre justificada y legal; es por ello que no asesinaba sino “fusilaba”, es decir, mataba con la ley bajo el brazo. La guerrilla, bajo esta visión, estaba afuera o más allá de la ley y, consecuentemente, su violencia era injustificable y sus actos ilegales y criminales. Que haya sido el mismo Ríos Montt y el ejército los que diseñaron la ley, los que en el Estatuto Fundamental de Gobierno se recetaron a sí mismos la facultad de fusilar, y los que la ejecutaron no es al parecer relevante o contradictorio para estos grupos que hoy reclaman violaciones al “estado de derecho”. Igualar la legalidad con la decisión soberana, es decir, argumentar que la ley coincide con lo que decide el soberano (en esta caso Ríos Montt y por extensión el ejército) es precisamente lo que le permitió a Ríos Montt hacer la distinción retórica y legalista entre asesinar y fusilar. Los subversivos fueron fusilados y no asesinados porque existía una ley, creada por el soberano, que así lo especifica; una ley que legalizaba la violencia estatal y convertía en ilegal la violencia insurgente. ¿Es éste el estado de derecho al que se refieren esto grupos?

Por si este ejemplo no fuera suficiente, en una entrevista en 1983, Ríos Montt volvió a elucidar su concepto de legalidad: “Cuando la Constitución de 1965 estaba vigente, yo no podía buscar a alguien en una casa. Tuve pues que establecer el marco legal para que ahora pueda hacerlo”.[3] Dejando a un lado el cinismo implícito en tal afirmación, el comentario de Ríos Montt claramente muestra el carácter amoldable de la ley pues la legalidad es establecida por Ríos Montt de acuerdo a sus deseos o necesidades. Eso no es gobernar bajo o con la ley sino por medio de ella; es la instrumentalización de la ley con fines específicos. Si en caso quedara duda, esta instrumentalización de la ley es claramente legible en las declaraciones dadas por Ríos Montt días después de publicado el Decreto-Ley 33-82, del 24 de mayo de 1982, en el que se ofrecía amnistía a los guerrilleros que se entregaran. La amnistía, dijo Ríos Montt, “Nos da el marco legal para matar. Le dispararemos a cualquiera que no se rinda”.[4]

Esta distinción entre la violencia legal del Estado, necesaria para mantener el orden, la paz y la seguridad pública, y la violencia ilegal insurgente, que está siempre-ya afuera de la ley, es precisamente lo que valida y justifica el discurso oficial mediante el cual el estado y el ejército se presentan como órganos defensivos que simplemente reaccionan en aras de la seguridad nacional y el orden público a una violencia que está siempre afuera o más allá de la ley. Este argumento que equipara la ley con la decisión soberana es particularmente relevante si hemos de admitir que la pregunta esencial e inevitable que plantea la discusión sobre el conflicto armado es la de las implicaciones y consecuencias legales y políticas de los actos cometidos durante el mismo.

Esta pareciera ser una pregunta que estaba en la mente de los militares en la época de la transición a la “democracia” ya que cuando la nueva Constitución fue promulgada el 31 de mayo de 1985, el llamado Artículo 16 Transitorio en el que “se reconoce la validez jurídica de los decretos-leyes emanados del Gobierno de la República a partir del 23 de marzo de 1982, así como a todos los actos administrativos y de gobierno realizados de conformidad con la le y a partir de dicha fecha”, fue también ratificado por el Congreso. No es difícil suponer que mediante la inclusión de este artículo, escondido al final de la Constitución en el Título VIII: Disposiciones Transitorias y Finales, el ejército haya buscado protegerse de cualquier señalamiento o juicio por las decisiones tomadas o los actos cometidos durante esos años. Más aún, el ejército logró también que el 10 enero de 1986, cuatro días antes de la toma de posesión de Vinicio Cerezo, la Asamblea Nacional Constituyente validara el Decreto-Ley 8-86 promulgado por el General Oscar Humberto Mejía Víctores mediante el cual se absolvía a cualquier persona de toda responsabilidad en relación a las actividades contra-insurgentes. Supongo que es a esta “legalidad” y a este “estado de derecho” a los que se refieren estos grupos allegados al ejército.

Pero valdría definitivamente la pena recordarles que la ley y la justicia son cosas muy diferentes. Las atrocidades cometidas por el ejército fueron en efecto llevadas a cabo con total apego a la ley, a su ley, pues las decisiones, actos y órdenes soberanas, por ser la encarnación misma de la ley y la legalidad, son por definición siempre legales. Pero esto de ninguna manera implica que sean legítimas o justas. Es por ello que estos grupos allegados al ejército apela al estado de derecho, la legalidad o la institucionalidad pues saben por experiencia que la ley tiende a estar del lado del poder y de la fuerza. Es por ello, también, que en las discusiones sobre la recuperación responsable de la memoria histórica, en los reclamos de los familiares de los desaparecidos y en los intentos de llevar a juicio a los civiles, militares y policías implicados en las atrocidades cometidas durante la guerra se habla poco de institucionalidad, de legalidad, de estado de derecho o de leyes; se habla, más bien, de justicia, de esa Justicia que aunque no podamos definir con exactitud es, contrario a las leyes, constituciones y políticas de estado, absoluta e inmutable.

 

Referencias: [1] José Efraín Ríos Montt, Mensajes del Presidente de la República, José Efraín Ríos Montt (Guatemala, Tipografía Nacional, 1982), p. 10. • [2] Ver Jennifer Schirmer, Intimidades del proyecto político de los militares en Guatemala (Guatemala: FLACSO, 1999). • [3] Citado en Schirmer, Intimidades, p. 126 de la versión en inglés (The Guatemalan Military Project: A Violence Called Democracy [Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1998]). • [4] Citado en George Black, Garrison Guatemala (London: Zed Books in association with the North American Congress on Latin America, 1984), p. 135.

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