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Lucía Escobar

Siempre imaginé que a estas alturas del siglo ya no existirían las fronteras. Pensaba que de eso se trataba la civilización, que ir avanzando sería ir dejando atrás las mezquindades que divide a los seres humanos en categorías. Pero resulta que no hay tales avances, que cada vez más la migración se está viendo como un problema y no como un fenómeno natural, humano, digno y respetado como fue y ha sido desde el principio de la historia. Somos el resultado de los viajes, los encuentros, los exilios de nuestros antepasados. Todos venimos de algún lado y tenemos la esperanza de poder ir a todas partes. Pero ahora a los ricos se les deja viajar e invertir en cualquier parte del mundo y a los pobres se les niega trabajo y visa en todos lados. Aunque no hay ley, muro, ni decreto capaz de parar los pasos de un hombre, una mujer y una familia que huyen de su realidad. Hemos visto imágenes impactantes de la gente huyendo en Medio Oriente. Hemos sido testigos en este siglo del doloroso éxodo en África y ahora en Centroamérica.

Y aunque mi realidad es bastante mejor que la de la media de los guatemaltecos, a mí también me dan ganas de largarme cuando veo las noticias. Un 60 por ciento de mis compatriotas viven en extrema pobreza y ni Sandra ni Giammattei reúnen las condiciones para cambiar esta terrible situación. Con ese panorama, la grama del país vecino se ve bastante sana y verde. De pronto, me descubro imaginándome viviendo en alguna playa de El Salvador. Puedo agarrarle el gusto a subirme en un bus para estar cuatro horas después en La Libertad. Así a lo Thelma Aldana, yo también he comenzado a sentirme más segura de aquel lado de la frontera que de este. El cambio de aires se siente desde que se cruza el río Paz; la carretera cambia, los baches se acaban, el asfalto es confiable. Es posible manejar a una velocidad lógica sin temor a explotar o dejar tirada una llanta ante cualquier cráter. Ver un puesto de registro, no es sinónimo de miedo, de extorsión de asalto a mano armada. Allá la depuración de la policía fue mucho más efectiva que aquí. Y menos mal, aún no han tenido un Degenhart que la cague y los regrese de nuevo al medioevo.

Nuestros vecinos salvadoreños andan estrenando presidente. Con 37 años, Nayib Bukele se convirtió en el dirigente más joven y más cool (según se autonombra) de Latinoamérica. Aunque estas declaraciones pueden sonar bastante mamonas, no deja de dar cierta esperanza ver caras nuevas en la política tradicional. El presidente millennial ganó en primera vuelta con un 53 por ciento de apoyo, y alejado de los partidos tradicionales ARENA y FMLN que habían dominado en El Salvador durante tres décadas. Bukele ya ha mostrado algunos rasgos populistas y un ego desmedido, pero al menos hoy está poniendo la cara por su pueblo, está negociando con Estados Unidos un mejor trato para sus migrantes y no está regalando el país. Ya solo por eso, dan ganas de proponer anexarnos, que nos adopten nuestros vecinos.

Uno de los proyectos de Bukele es la Surf City, una ruta turística que pretende impulsar la economía local y el desarrollo en un circuito de playas. No me es difícil imaginarme escribiendo mi columna desde ahí. Con pupusas, ostras, cocos fríos, y el mar besándome los pies, se me podría olvidar rápido que un día fui de un país llamado Guatemala.

Y aunque mi realidad es bastante mejor que la de la media de los guatemaltecos, a mí también me dan ganas de largarme cuando veo las noticias.

Fuente: [https://elperiodico.com.gt/]

Lucía Escobar
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