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Rosamond California 21 de Julio, 2010.

Maestro, quería escribirle un poema, el cual lo llenara de elogios y de gloria, pero sus enseñanzas fueron de humildad, respeto y dignidad hacia la humanidad.  Quería contarle al mundo lo basto que era su conocimiento universal, especialmente de los problemas socioeconómicos del país, aunque de todos era sabido.  Sin embargo, profundamente lo que a usted más le preocupaba en la vida era el amor a la familia y a sus estudiantes. Sí, eso era lo más preciado y más valorado, y lo que le hacía continuar en la ardua tarea de la enseñanza.

Escucharlo hablar a usted era escuchar a un patriota, la dignidad de ser Quezalteco brotaba por sus poros y contagiaba ese sentir de amor y  orgullo.  Cada palabra escogida, cada oración contenía la sabiduría que sólo dan los años y la experiencia.

Nuestro primer encuentro fue cordial, yo amante de la pelota y usted de los libros; poco sabía yo de la influencia que usted dejaría en mí, ya que vivir en nuestra tierra en los ochentas era toda una aventura.  Usted me enseñó la importancia de aprender a amar a la patria, me contagió el gusto por la música, la poesía y todo aquello que significaba y enorgullecía el ser Quezalteco.

Recuerdo que fueron épocas difíciles, sobrevivir a la persecución, secuestro y muerte a los intelectuales, estudiantes, doctores y hombres de bien que no hacían más que educar a aquellos que no tenían voz, acerca de aquellos que estaban en el poder y que siempre temieron a la verdad. Esas eran las notas rojas en los periódicos locales. Esa era la angustia que se vivía y respiraba en los rincones, calles, cafés y hogares; estoy convencido que esa fue una de las razones por las cuales usted me brindó la mano y me enseñó a volar.

Así es maestro, usted llegó en el momento más crucial de mi vida; yo un barco a la deriva, usted el viento tranquilo que dirigió mi rumbo en ese océano de ansiedades é inseguridades hacia una tierra firme. Fue por usted que el eco de la marimba resuena en lo más profundo de mi alma.  Es por usted maestro que nunca me falta una taza de café cuando leo un libro, escribo un poema o simplemente añoro caminar por esas calles empedradas de mi amada Xelajú.

Los momentos más hermosos y más impactantes en mi vida no los viví en un salón de clase, se dieron en esas gloriosas tardes de café en El Pájaro Azul frente al parque central; las mesas se convertían en foros de política y literatura, música y filosofía, arte y teatro, y problemas sociales que usted defendía a  muerte frente a sus adversarios, esos intelectuales de saco y corbata que con cigarro en mano entraban al campo de batalla sabiéndose derrotados por el amigo del alma.  Yo, al igual que otros patojos, observaba detrás del telón imaginario esas cátedras magistrales, absorbía lentamente cada movimiento como si fuera un juego de ajedrez o una obra de teatro y cada palabra era un acto, mientras pasaban las horas y el café se enfriaba afanándose de tanta cultura.

Hoy que recuerdo su partida comparto estas historias, para muchos desconocidas, guardadas en ese baúl que se hace cada día más viejo junto con todas aquellas cosas que valen la pena y que uno ama y conserva, como el primer beso, la primera caricia, el primer poema de amor y las lágrimas que se derraman cuando alguien te rompe el corazón por primera vez. Sí, allí están esos recuerdos, junto a esos momentos de nostalgia que se siente cada vez que escuchas las notas del himno nacional fuera de tus fronteras y se te parte el alma por regresar. Allí maestro están sus enseñanzas, en el baúl de los recuerdos.

La última vez que lo ví fué en un café, pocos días antes de su partida, yo estaba por marcharme; entró usted con el periódico en mano y su suéter colgado en el cuello como le gustaba, se sentó y empezó a leer; yo siempre con mi mochila llena de sueños, me le acerqué y fué tanta la alegría de verlo que me puse a llorar; usted con paciencia y sabiduría me tomó del brazo, como a un hijo mal obediente, y me dijo “Todo está bien”. Yo quise decirle tantas cosas, pero las lágrimas no me dejaron hablar; quería decirle “maestro, usted me cambió la vida, soy alguien, estoy vivo, gracias por cruzarse en mi camino”, pero no pude; es que acaso esa fué mi despedida, no lo sé, estreché su mano y me marché llorando.

El círculo de la vida se cierra cuando alguien se va y se cierra no para olvidar, sino para conservar esas cosas maravillosas que la vida te dá.  Yo le recuerdo con mucho cariño en la distancia y de vez en cuando saco el parnaso quezalteco, ese libro que tanto me recomendó, me preparo un café y echo mi mente a volar.

Lo quiere y recuerda.

Edwin Roberto Vásquez
Repollito, como me decía usted de cariño.

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