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Breve desmantelamiento de una obsequiosa propuesta de cambio para que todo siga igual.

Se sabe que la caridad y la beneficencia no pueden sustituir a la justicia social, entendida ésta como la igualdad de oportunidades (no de logros) garantizada por el Estado. También, que la ausencia de justicia social posibilita y legaliza las fraudulentas desigualdades económicas sobre las que se erigen los países en los que el Estado sólo sirve a una oligarquía y no al conjunto de estratos sociales que los conforman. Y que esto provoca descontentos colectivos e inestabilidad política.

En los países en los que ni el Estado ni la oligarquía que lo controla buscan democratizar la economía mediante la justicia social, ambos necesitan lanzar ofertas ideológicas que eludan esta realidad mediante el mecanismo de trasladar la responsabilidad de los males sociales (que es de la oligarquía y el Estado oligárquico) a toda la población, endilgándoselos al anónimo individuo común. Esto lo hacen impulsando campañas publicitarias que tocan el sentimentalismo de las masas incultas y heridas de muerte por el aguijón de la culpa cristiana, a fin de que cuando en los supermercados se les pida donar su cambio a los niños con cáncer o a una delirante campaña educativa, lo hagan bajo el criterio de salvar el alma mediante la caridad y sin pensar en la justicia social.

Esta malévola metonimia, por medio de la cual se traslada una responsabilidad particular a toda la sociedad, funciona de maravilla en poblaciones ignorantes y culposas. Por eso es también la lógica de campañas corporativas cuyo objetivo implícito es que el individuo (considerado en abstracto y sin diferencias de clase, etnia, sexo ni educación) se sienta responsable del desastre económico, social y emocional causado por una economía improductiva y por ello entregada al capital transnacional, y se vea compelido a “cambiar”, so pena (vaya chantaje) de “fallarle a su país”.

¿En qué consiste el “cambio” propuesto? Es obvio: en aceptar que todo anda bien y que es el individuo el que “piensa negativamente” porque es un resentido, de modo que si pensara “en positivo”, toda la sociedad cambiaría automáticamente. En otras palabras, la culpa del desastre no la tienen quienes causan la desigualdad de oportunidades, sino quienes la padecen protestando, “amargándose la vida” al rebelarse contra los monopolios, los bajos salarios, el desempleo y la criminalización de la organización laboral, cuando más bien deberían pasársela “pensando positivamente”. Es decir, viendo “el lado bueno de la vida” y celebrando el bienestar ajeno, no luchando por la igualdad de oportunidades.

La propaganda que traslada al individuo abstracto la responsabilidad de las élites, supone que el desastre descrito es “natural”, pues es voluntad de un dios cuyos designios son indescifrables, y que lo único que al individuo común le queda (Arjona dixit) es “no fallarle a su país”, pues “más que su patria es su raíz”, no importa si ésta está podrida por una larga historia de explotación.

La metamorfosis a la que invita esta propaganda empata con los cambios cosméticos en política. Ambos buscan que el individuo no se resienta por la falta de igualdad de oportunidades y se pase la vida “pensando positivamente”. Es la “filosofía” biempensante de quienes no accionan sino reaccionan ante la urgencia de innovaciones estructurales, entonando cánticos de alabanza al inmovilismo sentimental y conformista para que todo siga igual.

Mario Roberto Morales
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