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Anahí Barret

Habían transcurrido dos café y un pastel de banano compartido. En abierta complicidad profanaron el respectivo presupuesto mensual destinado para la ya usual depravada compra de libros.

Estaban allí, desplegadas en aquellas intelectualoides sillas que se tornaron como palpablemente incómodas después de cuatro horas de conversar. Ese tiempo transcurrido, uno que convirtió un café matutino en un almuerzo temprano. Nuevamente se experimentaron cómplices en la transgresión de esa cotidianidad impuesta. Secuestrándole fugitivos episodios que les pertenecían únicamente a ellas.

Y procedieron a borrar de sus memorias aquellos pequeños grandes compromisos, que cual tentáculos construyen la absurda monótona realidad. Les resultó inevitable rendirse al deleite adictivo de sentirse cerca, acompañadas, intuídas. Una cálida sensación de seguridad las embalsamó. Y de nuevo, se sintieron invitadas a rendirse a la transparencia, al acto del desnudo emocional. Ese lazo que las había atado desde que se conocieron. Y en aquella rectangular mesa, el prohibitivo egoísmo, se instaló como su eterno amigo fiel.

Una intempestiva y sonora carcajada en el ambiente descentralizó momentáneamente el núcleo de las historias paralelas que construían el murmullo generalizado de aquel café. Mientras se reía de sí misma, la diminuta mujer, de grietas faciales, de circular, acolchonadada y fija melena rojiza declaraba la nueva directriz en su vida: “Le dije, mirá hijo, ésta es una cuestión muy propia de la posmodernidad. Así como vos traes a tus novias a dormir a tu cama, tu papá y yo decidimos encontrar un formato distinto para seguir adelante con nuestra vida. El apartamento de abajo será desde ahora su espacio. Resulta el acuerdo más conveniente para todos…especialmente para ti.”

La otra, su amiga, una rubia oxigenada de pinta medio jipesca, abiertamente desentonante con el aire erudito del lugar, testificó y disfrutó nuevamente aquella indestructible expresión de jocosidad que siempre la definió. Una que no pudieron asesinar los gendarmes protagonistas de la vil ejecución de su hermana Beatriz, de su prima Rogelia, de su hermano menor Juan Ramón. Ése, un último cuerpo que nunca pudo geográficamente llorar.

Entre ellas habían transcurrido millones de puestas de sol acompañadas de café, de almuerzos prematuros, de sesiones de vino sin planificar. Esa hendidura de lo posible, aquella tersa mirada que siempre intercambiaron en cada encuentro, les permitió apostarle a la creencia de saberse camaradas por el resto de la vida que pudieran tener por construir… juntas.

Anahí Barrett
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