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Blanca navidad en el trópico caliente

lucha libre

Lucía Escobar

Son días para no salir mucho. Afuera la gente parece haberse vuelto loca. Ya no caben más carros en las ciudades. Los centros comerciales rebalsan de consumidores ávidos de gastarse lo que aún no se han ganado. Me dan miedo.

Me gusta regalar pero no que mi impongan cuándo. Me gusta comprar pero no que me sometan qué. Me encanta recibir regalos que nacen de un deseo genuino de compartir conmigo algo especial. Disfruto reunirme con la familia pero no la presión de cumplir con una fecha. Soy un ser social que ama convivir aunque detesto: las amontonaderas de los convivios, los borrachos pululando en cada esquina, sentir miedo en la calle de toparme con algún conductor ebrio o de que me pare un retén de policías con ansias de emparejar su aguinaldo. Tampoco me gusta perder horas y horas en el tránsito. Ni abarrotar las playas de Guatemala al mismo tiempo que todos.

Estoy divorciada de la Navidad actual. Su consumismo me marea. Me parece ridículo tomarme una foto familiar en un falso fondo de nieve y con renos en un país tropical. Aquí en Guatemala, los alcaldes disfrazan a las palmeras de pinabetes, y ponen pistas de patinaje en hielo entre el calor infernal de la ciudad. La gente saca una vez al año sus bufandas y súeteres solo porque hay que usarlos, aunque en realidad el frío, talvez no es para tanto.

Pareciera que aquí no hubieran tradiciones y que por ello debemos importar del polo norte, la cultura. Vemos hacia allá por miedo a no querer ver aquí adentro. En estas mismas fechas de consumo inmoderado, el pueblo maya k’iche’ celebra el solsticio de invierno con el famoso Palo Volador, una maravilla que está por desaparecer por falta de apoyo. Muchas autoridades prefieren invertir en falsa nieve que en rescatar o fomentar las tradiciones auténticas.

A mí, la Navidad siempre me pone triste. Me recuerda a los que no están ya conmigo, que cada año son más. Las ausencias duelen más durante estas fechas en que todo el mundo presiona a estar contentos y alegres. Se supone que son momentos para estar en familia, pero a veces no se puede. Y entonces se siente más duro el vacío que dejan, los que no están ya con nosotros.

En mi casa no hay árbol de Navidad. Nunca he puesto uno. Tampoco Nacimientos, ni adornos verde y rojo. No he cambiado las toallas del baño a unas navideñas, ni tengo vajilla de la época. Este año por primera vez pensé en comprar lucecitas porque se ven bonitas pero este es el día en que es solo una intención que no ha pasado a la acción.

Nunca antes necesité tener una Navidad. Siempre ha estado ahí, puesta por mi madre, mis hermanas, la familia. Son los otros quienes se encargan de tener el ambiente cálido para estos días, de llenar de dulces, chocolates y de pizarrines los trastos de las boquitas.  Pero los tiempos van cambiando, según el relevo generacional, pareciera que ya va siendo hora de que aprenda a hacer tamales o pavo.

No soy de comprar regalos, pero cuando he tenido más ánimo, suelo escoger productos artesanales, de amigos o pequeñas empresas. También me gusta dar plantitas, semillas, pilones o flores. Si tengo tiempo, lo mejor es hacer yo misma los regalos, aunque eso casi siempre se queda en la pura intención; hacer pesto, humus, galletas, jaleas o algún picante rico. Tal vez el próximo año.

Mientras tanto, queda aguantarse el tránsito denso, el ruido estremecedor de los cohetes.

Y agradecer que tenemos techo y comida, y que no estamos de nómadas buscando quién nos da posada, aunque sea en un establo.

Fuente: [https://elperiodico.com.gt/lacolumna/2017/12/20/blanca-navidad-en-el-tropico-caliente/]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Lucía Escobar
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