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Miguel Hernández, el poeta que nunca cerró los ojos

Loreto Sánchez Seoane

Su padre le pegaba cada vez que le veía leer por la noche. Para él los libros significaban perder el tiempo, su hijo tenía que dedicarse a pastorear el ganado y se lo dejaba claro cuando el pequeño Miguel Hernández encendía la luz de su habitación pensando que todos dormían. Había nacido en él una obsesión, leía desaforadamente y comenzaba a escribir de la misma manera. Sus raíces le llevaban a la quietud, a quedarse en Orihuela (Alicante), a hacer del campo su medio de vida y él lo hizo, aunque sólo durante un tiempo y siempre con un lápiz y una libreta encima.

La vida de Miguel Hernández, del que este 28 de marzo se celebra el 75 aniversario de su muerte, ha sido descrita por su ambigüedad, aunque quizá no es tan poderosamente literaria como nos la han contado. Nació en Alicante en una familia tan conservadora como austera. No era, sin embargo, tan pobre como se pensaba. Dejó el colegio muy pronto para dedicarse a ser pastor, pero su formación despuntó gracias a su afán lector. Hernández sacaba los libros de su amigo, el cura Luis Almarcha, un religioso del pueblo que vio en él el don que su padre despreciaba y que luego le traicionaría. Fueron los clásicos. Fue Luis de Góngora, Lope de Vega, Cervantes… los que le llenaron la cabeza y fue su tierra la inspiración perfecta para sus poemas.

“Miguel Hernández es casi el único poeta que ha sacado una gran lección de sus raíces, que ha recibido de su infancia y de su tierra la savia necesaria para alimentar su obra”, aseguró el hispanista Claude Couffon tras investigar la vida del poeta. En aquella época, los grandes, como Vicente Aleixandre y Pablo Neruda, se encontraban en Madrid. Ellos, poderosas voces de la poesía, no tardaron en ver en aquel pastor cabrero el talento más natural, la pasión más fuerte.

Sucedió cuando Hernández decidió ir a Madrid para poder dedicarse a lo que más le gustaba, para hacerse poeta, sin la estela del niño cabrero pegada al morral. Acudió tras haber publicado sus poemas en alguna que otra revista y de la mano de Francisco Martínez Corbalán. “Miguel era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él. Tenía una cara de terrón o de papa que se saca de entre las raíces y conserva su frescura subterránea”, escribió sobre él Neruda. Hernández empezó a leer la obra de la Generación del 27, se deslumbró, pero a los seis meses tuvo que volver porque ni abriéndole puertas encontró un trabajo que le permitiese vivir.

No se dio por vencido, y tras publicar Perito en lunas, muy influido por ese viaje a la capital, la Universidad de Alicante le llamó para dar alguna que otra charla y él cogió impulso de vuelta a Madrid. Era 1933 y José María de Cossío lo apadrinó con fuerza. Ahí empezaron sus grandes colaboraciones, conoció a los poetas que despuntaban y recordamos todavía hoy, entró y salió del surrealismo, entabló amistad con Maruja Mallo, que fue quien dio origen a El rayo que no cesa, una de sus mejores obras, y estalló la Guerra Civil.

A partir de ahí su historia empieza a difuminarse, los mismos hechos pero con distintas profundidades, con intereses opuestos. El bando nacional aseguró que era un ferviente católico que había metido la pata y había muerto arrepentido. Los republicanos le alzaron como un mártir, como un hombre al que dejaron morir por rojo. La más veraz, por objetiva, fue publicada el año pasado por José Luis Ferris. Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta es la segunda biografía que el escritor realiza sobre el poeta alicantino, una revisión de la anterior que pretende poner luz en todas los claroscuros de la vida de Hernández. Como asegura Antonio Muñoz Molina sobre la publicación, “Ferris desbarata las leyendas y los lugares comunes para devolvernos a Miguel Hernández en la plenitud de su vida, su poesía y su compromiso político”.

En él quita un poco de polvo y humo a la historia del poeta. Asegura que ni fue mártir, ni un triste poeta-cabrero, ni con una familia pobre y ni mucho menos autodidacta. También habla de cómo su mujer, Josefina Manresa, no fue la única destinataria de su poemas. Desmonta el mito y lo hace grande. “He querido devolver a Miguel Hernández a su estado natural, a su condición de militante apasionado de la vida, limpio de leyendas. Queda claro que no tuvo la preparación ni los medios de que gozaron los intelectuales con los que se codeó en Madrid, pero supo superar perfectamente esa carencia”, asegura Ferris en una entrevista a la Fundación José Manuel Lara, editora de la publicación.

En plena Guerra Civil acudió a la Unión Soviética como representante de la República. En 1939 fue encarcelado y condenado a muerte. “Durante octubre de 1938 y mayo de 1939, Miguel deambula entre Murcia, Madrid y Sevilla, buscando dónde refugiarse o cómo huir, meses en los que la evidencia de la derrota se unía a la inminencia del peligro, al desmoronamiento no sólo de los ideales sociales y políticos, sino también al de su familia y su persona”, aseguran Pablo Jauralde Pou y Pablo Moíño Sánchez en Animal de mediodía, libro que desgrana cómo se generó Cancionero y romancero de ausencias.

La pena de muerte fue conmutada gracias a sus amigos poetas, sus admiradores dentro del bando nacional y el desgaste que al régimen le había supuesto el asesinato de Lorca. Le condenaron a 30 años, pensando que sería fácil sacarle al poco tiempo. Dicen que pasó gran parte de sus días escribiendo, aunque tanto Jauralde como Moíño lo consideran un disparate: “Puede que sea muy romántica la imagen del poeta encarcelado que, con escasa luz del calabozo, en un humilde cuaderno escribe a lápiz sus cuitas y deja en versos su tristeza; pero creemos que no es cierta”. Allí pasó tiempo con Buero Vallejo, que consideró a Hernández como “el poeta necesario”, sufrió por su mujer y la pérdida de uno de sus dos hijos, le pidieron un humillante arrepentimiento: que afirmase que se había equivocado en su lucha por la defensa de la República, pero no traicionó ninguna de sus ideas.

El 28 de marzo de 1942 Miguel Hernández fallecía en el Reformatorio de Adultos de Alicante. Lo hacía repleto de llagas y con los ojos abiertos, se negaba a dejar de mirar, y nadie consiguió cerrárselos. “No lo sé. Fue sin música./Tus grandes ojos azules/abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante,/cielo de losa oscura,/masa total que lenta desciende y te aboveda,/cuerpo tú solo,/inmenso,/único hoy en la Tierra,/que contigo apretado por los soles escapa”, escribió Aleixandre sobre su amigo Miguel, sobre cómo lo dejaron morir incluso los que le querían.

…le pidieron un humillante arrepentimiento: que afirmase que se había equivocado en su lucha por la defensa de la República, pero no traicionó ninguna de sus ideas.

Fuente: [http://www.elindependiente.com/tendencias/2017/03/27/miguel-hernandez-poeta-nunca-cerro-ojos/]