Autobiografía
Comenzaré por decir que inicié mis estudios secundarios en una época de crisis económica y emocional un tanto fuerte, pero con el impulso decidido de mi madre, que ponía como especial prioridad la educación, inicié mis estudios básicos como alumna interna en la Escuela de Artes y Oficios Femeniles, gracias a una beca. Participé como delegada de esta escuela en el Frente Unido del Estudiantado Guatemalteco Organizado -FUEGO- donde tuve una participación activa en los movimientos estudiantiles de la época, principalmente en las jornadas de marzo y abril de 1962.
Con ocasión de un movimiento por la destitución de la directora, persona que dentro de otras cosas negativas denunció a la directiva en pleno del FUEGO, la cual con su anuencia, realizaba una reunión en las instalaciones de la escuela, escuché de mi madre estas palabras: ya diste un paso adelante, no lo vas a dar atrás, en momentos en que se me estaba forzando a retractarme de mi posición, pues comprendió que nuestras razones eran justas. Esas palabras marcaron un norte en mi vida.
Finalmente me gradué de maestra en un instituto nocturno. En 1965 ingresé a la Facultad de Derecho de la Universidad de San Carlos y participé en el movimiento que luchó por la no implantación de los Estudios Generales en Facultad, por lo que nos inscribimos en la Escuela de Derecho de la ciudad de Quetzaltenango, a donde viajábamos los fines de semana para sustentar los exámenes respectivos.
En la Facultad participé en diversas actividades, formé parte de la Juventud Patriótica del Trabajo (JPT) y me integré a la Asociación Coral El Derecho, donde participé durante muchos años. Tuve también una participación fugaz en teatro con la obra Golpe a las 2 AM, en una jornada conmemorativa de las jornadas de marzo y abril de 1962.
De 1965 a 1972, ejercí la docencia en diversos colegios particulares y en 1973 en el área económica-jurídica de la Escuela Nacional Central de Ciencias Comerciales, formando parte de la junta directiva del claustro y posteriormente como presidenta de la misma. Fui Secretaria General Adjunta de la Coordinadora de Claustros de Educación Media y más adelante, como representante de ésta, integré el Comité Nacional de Unidad Sindical, siendo parte de su Comité de Dirección hasta 1979.
En septiembre de 1980, después de una entrevista con el entonces Ministro de Educación, coronel Clementino Castillo Coronado, recibimos en la Escuela dos llamadas telefónicas, una alertando sobre la colocación de una bomba en sus instalaciones, la otra un poco más tarde, con amenazas de muerte para mi persona, dos compañeros maestros y el presidente de la asociación de estudiantes.
Salí a un primer exilio con mis dos pequeñas hijas de dos y un año de edad. Retorné en 1982. Mientras volaba a Guatemala se decretaba Estado de Sitio, esa fue mi bienvenida.
En noviembre de 1983, mi compañero y padre de mis hijos fue ejecutado extrajudicialmente cuando yo tenía dos meses y medio de embarazo. Su cadáver apareció atrás del mercado de artesanías de la zona 13 de la ciudad de Guatemala.
Al mes siguiente fui capturada
El 23 de diciembre de 1983 caminaba hacia la casa donde había vivido, a donde sólo llegaba por breves momentos. Iba sobre la avenida y al doblar hacia la calle percibí un ambiente denso, algo siniestro flotaba en el aire, la calle estaba más solitaria que de costumbre. Al llegar a la puerta. ¡Huellas de llantas!, ¡no hay doble llave!, se abre la puerta y alguien me jala hacia adentro, todo simultáneamente.
El garage estaba separado de la sala por un arco del que pendía una canasta sembrada con electra. En ese espacio se colocaron cinco o seis hombres con las metralletas preparadas. El mismo hombre que me jaló hacia adentro, ahora me empuja para enfrentarme a Rogelio. Una voz dijo: «Cuidado, está embarazada, tráiganle agua». Otra voz: «Vos decile que sólo queremos hablar con ella, que no somos malos».
Había una cama atravesada entre la habitación de las niñas y la nuestra y en ella estaba sentado Rogelio, descalzo, con las manos amarradas con un lazo y con ropas que evidentemente no eran suyas, y me dijo con una voz que salía desde lo más profundo: «La cosa es conmigo, yo ya dije quién es usted. Diga lo que sabe».
Mientras tanto los tipos daban cuenta de lo que aún quedaba en la casa, pues anteriormente la habían saqueado. Alguien me dijo: «dame tu reloj», y con mucha rabia tuve que dárselo.
Luego de un tiempo me hicieron subir a una panel corinta. Escuché un cínico «¡cuidado con mis discos!». Me cubrieron la cara con un poncho y les dije «no puedo respirar». Entonces Rogelio dijo: «pónganle mi capucha y tápenme a mí con eso».
Al escuchar su voz quise tomar su mano, pero un ¡quieta! me hizo retirarla. A los pocos minutos de recorrido llegamos a un lugar donde se abrió una puerta, ingresó el vehículo y se desplazó por un terreno con grava. Me hicieron bajar e ingresar a un local donde sentí que había más gente.
Me sentaron en un banco y uno de los tipos se paró atrás de mí colocando sus manos en mis hombros. Yo respondía de manera altanera, pero el tipo que estaba atrás de mí debe haber hecho algún gesto porque el que al parecer era el jefe, dijo: «Vos de una vez la querés matar», y eso me hizo reaccionar. Yo, ante el féretro de mi compañero, en silencio le había jurado que su hijo nacería y sería digno de su nombre, así que debía bajarle un poco a mis impulsos y actuar con inteligencia.
Fui llevada a una habitación para que reflexionara, ésta se encontraba cerrada por fuera y había una ventana sin vidrios cubierta con reglas de madera; no entraba absolutamente nada de luz natural, sólo había un foco mortecino que permanecía encendido permanentemente.
La primera noche recibí la visita del que parecía ser el jefe, quien me preguntó qué medicamentos necesitaba, me recomendó comer por el bien de mi hijo y me dijo que me mandaría papel para que escribiera todo lo que sabía. Esa noche no llevaron nada, así que pude meditar sobre qué podía escribir.
No hubo golpes, pero de vez en cuando podía escuchar las vocecitas de mis hijas, a quienes les habíamos grabado sus primeras palabras. En otros momentos, alguien llegaba y me preguntaba ¿estás segura de que tus hijas están bien? Yo sólo tenía una idea fija: que mis hijas estén con Fernanda. Si la telepatía existe que estén con Fernanda.
Fueron pasando los días en medio de un terror paroxístico, en los cuales muchos sentimientos y emociones se murieron y después no fui más la misma.
Hice mi horario de acuerdo a ruidos, a la comida, a la intensificación del tránsito en algunos momentos. Entonces a las seis de la mañana escuchaba cornetas militares y a las seis de la tarde lo mismo. A las diez de la noche era la última vez que alguien llegaba y me decía ¿querés que te apague la luz? y se iba, dejándola encendida.
En las primeras horas que estuve allí, uno de los carceleros, que siempre fue el bueno, me llevó un libro y una revista española. En una de sus páginas, en un espacio en blanco dentro de un anuncio, alguien escribió con letra clara y bonita: UNIDOS POR LA SOLEDAD, ¡ÁNIMO!
La fría mañana de diciembre hacía tiritar mi cuerpo dolorido y cansado. En mi mente libraba una fiera batalla entre el hoy perverso y terrorífico y el ayer lleno de esperanzas y de sueños que movían mis pasos. Quería perderme en esa maraña de recuerdos, confusos unos, y otros con la nítida presencia de personas queridas, que un día cualquiera se esfumaron ante los ojos despavoridos de transeúntes o en medio de una noche oscura y solitaria.
Trataba de ocupar mi mente, de forzarla a no pensar en cuántas horas de vida me quedarían. Estaba convencida que de allí no salía nadie vivo y me ponía a contar, a hacer operaciones con los ladrillos que cubrían parte de la pared, a hacer listas de palabras en inglés que recordara (no hablo inglés).
Los días seguían pasando, de mi cuerpo emanaba un olor nauseabundo que no se parecía a ningún otro. Quería despojarme de ese olor rancio que se había instalado en cada molécula de mi cuerpo, quería borrar las huellas de los tentáculos viscosos que me recorrieron, pero… Estaba paralizada de terror.
Temblando de pies a cabeza, toco la puerta para que alguien llegue y me conduzca al baño. Ese olor nauseabundo me está ahogando y quizá un baño pueda desaparecerlo, tengo la esperanza de sacudirme ese asqueroso olor. El agua helada me estremece, por un momento me siento limpia, pero aterrorizada ante la posibilidad de alguien entrara, no me sequé y me vestí. De nuevo en ese tétrico cuarto, con esa luz mortecina pendiente del techo y de nuevo ese olor, ese olor que emanaba de mí sin poderlo evitar. El olor del miedo.
Me senté en el colchón, en un rincón, hacía mucho frío, me tapé con el poncho; de pronto escuché pasos y me puse la capucha pero seguí sentada. Sentí que entraron varios hombres, uno de ellos dijo: destapate la cara, miranos bien. Parate, respetanos. Hice lo que me dijeron, coloqué mis manos a la espalda y clavándome las uñas en las palmas de las manos me decía a mí misma: te están provocando, calmate, te están provocando, mientras escuchaba burlas y amenazas. Cuando se cansaron y salieron, uno regresó y en medio de una carcajada me dijo: mi más sentido pésame, licenciada.
Al quedarme sola, pensé: ¿por qué me pidieron que me destapara la cara? Seguramente me van a matar, pero antes lo hago yo. Pasaron horas en las cuales pensaba cuál sería la mejor manera de quitarme la vida, horas de angustia infinita, de pensar en el final, en mis hijas creciendo sin mí, en que mi bebé se iría conmigo. Fue una noche eterna en la que literalmente morí.
Establecimos un diálogo silencioso. El bebé se movía intensamente y yo le decía estate quieto, nos vamos a morir y él respondía con movimientos cada vez más fuertes. La noche transcurrió y llegó el nuevo día, anunciado por trompetas militares. Ese pedacito de mi ser me devolvió la vida, pues esa mañana volví a nacer.
En la noche nos dejan en libertad
Serían las nueve de la noche. Me comunicaron que quedaría libre pero tenía que dar algunos datos, especialmente a dónde iría esa noche. Mi padre había sufrido recientemente un infarto, no convenía ir a casa y di la dirección de una tía. Me sacaron de lo que había sido mi cárcel y me llevaron por el mismo camino por donde llegué. Volví a la misma sala, sólo que ahora se percibía que había mucha gente.
Afuera había un vehículo con el motor en marcha, alguien dijo todavía falta lo último. Me regresaron y me sentaron de nuevo en un banquito, luego me hicieron pararme y me indicaron que no fuera a ver a los lados ni hacia atrás y me quitaron la capucha de un tirón. Ante mí estaba Rogelio, con los ojos hundidos, engrilletado. Nos echaron un sermón, que nosotros queremos lo mismo que ustedes para nuestro país, que Rogelio te salvó la vida, que si te vas del país acabamos con tus hijas…
Alguien desde atrás dijo: Se van a volver a ver, dense un abrazo. Él, con una voz muy débil, salida desde muy adentro me dijo: Cuide a las güiras. Alguien me colocó bruscamente la capucha y de un jalón me sacó de nuevo, me introdujeron a la misma pánel y salimos. Después de un rato de recorrido me dijeron que bajara, que caminara sin volver a ver porque me estarían controlando y si lo hacía allí mismo me quedaría.
Empecé a caminar, sentía mucho frío, hasta que llegué al hospital de accidentes del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS), frente al monumento de Tecún Umán. Allí abordé un taxi y me fui a la casa de mi hermano mayor.
Cuando llegué no me abrían la puerta porque nadie reaccionaba y el taxista esperando para que le pagara, al fin me dieron el dinero a través de una ventana y me abrieron la puerta. Actuaban como si yo fuera un fantasma.
Al día siguiente me encontré con mis hijas. Luego tuve que acudir a dos citas con los secuestradores y siempre me pedían que dijera dónde se encontraba una persona totalmente desconocida para mí. Me amenazaban con regresarme a donde había estado, de tal forma que pareciera preocupación por mi futuro. En la segunda me devolvieron mi agenda y a la tercera ya no llegaron.
Vivía en medio de una verdadera psicosis, me sentía perseguida, acosada, dormía a pausas y en los escasos ratos de sueño tenía pesadillas que me hacían despertar llena de terror. Esa situación se mantuvo durante muchos años y aún ahora, duermo a intervalos.
No abandoné inmediatamente el país por miedo a que cumplieran sus amenazas. Me alejé de mis conocidos, me aislé para no provocar, aunque involuntariamente, algún daño a alguien por el simple hecho de hablarme, pues me sentía vigilada. Hasta que llegó el momento de tomar una decisión definitiva y con el apoyo moral y económico de mi familia, salí del país con mis tres pequeños hijos, el menor de escasos meses de nacido.
Aprendí a caminar de nuevo. Iniciar en otro país no fue fácil, a pesar del apoyo fraterno, completo y desinteresado de mi amiga-hermana y su familia, quienes con amor me enseñaron a caminar de nuevo.
Gracias al inmenso amor a mis hijos, sobreviví. Aún cuando mi cuerpo pugnaba por permanecer echado en un rincón, dos pequeñas y un bebé reclamaban mi atención. Había muchas cosas que resolver, sobre todo después del terremoto en la ciudad de México. Yo estaba llena de rabia, no me daba permiso para estar triste, tampoco para estar feliz. Ante cualquier cosa reaccionaba rabiosa, iracunda, de lo que, desgraciadamente, fueron víctimas mis pequeños retoños.
Tuve que enfrentar retos muy amargos, como enfermedades severas de mis hijas y lógicamente eso requería acción decidida de mi parte. Una de ellas estuvo al borde de la muerte. En ese momento los amigos que habían permanecido en la sombra se hicieron presentes y en un acto de amor solidario, hicieron posible el rescate de mi hija de las garras de la muerte. Esa acción me impulsó a tomar la decisión de volver al país de donde habíamos salido para no volver.
Ahora, después de casi 27 años, veo la película de ciertos hechos de mi vida, con algunas partes veladas, con algunos momentos perdidos en la bruma del olvido benevolente o bienhechor, o quizá cobarde. Pienso que mucho se perdió pero también mucho se ganó. Conocí el cáliz más amargo, pero también la solidaridad en su manifestación más pura. Pude comprender, como en una oportunidad le manifesté a Gaby, una joven profesional mexicana:
Yo gritaba desde mis entrañas que el mundo era una porquería, pero usted y el doctor Gabayet me hacen ver que hay una mitad del mundo que es realmente humana y por esa mitad, vale la pena luchar para estar vivo.
Continúo en esa lucha con garras y dientes. Reconozco que sobrevivir no es una simple palabra y que es hermoso poder decir ¡Estoy viva!
Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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