(Odisea de los Patojos)
Comer en la calle, siempre tiene otro sabor… Un encanto que quizás solo las mamas pueden explicar. Porque resulta que cuando los patojos comen en la calle la comida no alcanza y lo que en casa les parece un purgante en la calle les sabe a manjar…
En La Colonia todo quedaba cerca, ¡Bueno!, la tienda de don Chepe, el mercado, la iglesia, la escuela y por supuesto la casa de los cuates (amigos), pero cuando se precisaba de “Otras cosas” y se necesitaba ir al centro de la ciudad y eso era otra historia. El viaje al centro capitalino se convertía en una verdadera odisea por el tiempo que tomaba ir, a pesar de la cercanía en cuanto a distancia, de esta península incrustada en el área metropolitana.
Doña Conchita la modista de la cuadra, necesitaba recoger con urgencia unas telas en el centro, por lo que se vio obligada a pedirle a su hijo Quique de 10 años que fuera al centro con otros dos de sus amigos; les dio para el pasaje y para que se compraran alguna que otra chuchería (golosina) por si les daba hambre. Y así con la determinación de un astronauta, se dispusieron los tres patojos a abordar la camioneta de la ruta 7 en la 5ta. Avenida.
Allí empezó aquella odisea, pagaron solo dos pasajes y el otro se coló (entrar sin pagar) por la puerta de atrás, para ahorrarse los 5 centavos y tener para mas chucherías. Aquel viaje hasta el centro de la ciudad duro casi una hora y media, uno de ellos ya iba maridado de tanta vuelta y el olor a diesel. Pasaron por toda la calzada San Juan, luego por el Trébol, de allí por toda la Avenida Bolívar, luego la 18 calle, tomando la novena. Avenida, para después bajarse en la novena calle y de allí agarrar caminando para el Portal del Comercio, donde estaba instalado el comercio de los turcos que vendían las telas.
Caminaban con prisa, mas haciendo pausas, cuando se paraban a contemplar los edificios, las vitrinas de los almacenes y la belleza del Parque Central con sus jardines, flanqueado por la catedral y su revuelo de palomas, el Palacio Nacional y su color verde arrepentido con sus vitrales árabes y jardines, luego el parque Centenario con su Concha Acústica y ese portal donde colgaban las bugambilias… Y qué decir del Portal del Comercio, que les parecía como una fortificación romana.
Finalmente llegaron al almacén de los turcos, contaron el pisto (dinero) con diligencia y se lo entregaron al tendero y este les dio las telas envueltas en papel de color café y una bolsa platica. El centro no dejaba de cautivarlos, con sus rótulos de neón, las novedades de las vitrinas, la belleza de los jardines y sus calles anchas donde a cada ratito pasaban carros de todos colores. Por lo que decidieron irse de capiusa (no regresar directamente a casa) y se fueron a echar una vuelta. Tomaron el pasaje Rubio con sus ventas de lotería y joyerías, para irse a sextear. Su destino recorrer toda esa avenida, pero se detuvieron un buen rato en la “Juguetería de Chicos y Grandes la Alegría” a ver a través de la vitrina todos aquellos juguetes, que solo habían visto por los comerciales de la tele. Luego avanzaron otro poco hasta llegar a los cines Capitol, pero allí empezaron a sentir hambre. Contaron el pisto que tenían restando lo del pasaje, pero para un restaurant nel pastel, no les alcanzaba, por lo que decidieron emprender el regreso, con la idea de pasar a la tienda de don Chepe y tomarse una agua (gaseosa) y unos Tortrix.
Así lo hicieron, pero cuando iban pasando por la catedrales llego un aroma, que les alboroto las lombrices… Era en el mercado central, en la entrada estaba “El Platillo Volador: y sus ceviches de concha, pescado y camarón, pero no fue eso lo que les llamo la atención. Al entrar se sentían los aromas mezclados de todo tipo de comida, de garnachas, el pepián, el revolcado… Todo aquello era para que las lombrices sé volvieran locas…-Pase mi reina que el Caldo de res está listo y por el pisto, ni se preocupe que le alcanza…- Pase mi rey que los chiles están calientitos pa’ comérselo con los franceses…-Don no entre allí, porque la comida tiene amebas, vengase pa’ ca que esta limpiecito, le servimos su atolito y chuchitos calientes… -Mi reina aquí le tengo su revolcado y le lleva a su enamorado… -Pásele, pásele que las enchiladas ya se acaban y si no se apura por no probar el mole de plátano le va a dar locura… -Nía venga pa’ ca aquí le tengo su pollito frito pa llenar el hoyito … -Mire que rico mija, los chicharrones con picado de rábano… De tanto que miraban, que no se decidían, mientras que mentalmente hacían las cuentas. Finalmente se decidieron por el que tenía un rotulo que decía “Antojitos Humo en tus Ojos” el cual hacia honor al nombre, porque estaban allí las parrillas, asando la carne, los chorizos, la carne adobada, las longanizas y las cebollitas, por supuesto no faltaba el atol de elote, el arroz en leche, el fresco de súchiles y los antojos de ley: Los rellenitos, las tostadas y los chuchitos. Ya no habían asientos por lo que les toco comer al “parador” en la esquina del mostrador, se compraron tostadas con guacamol y salsita salpicada de queso y perejil y para tomar el bendito atol de elote, el cual se repitieron, lo disfrutaron tanto, como que nunca lo hubieran probado, pero a la hora de pagar, tuvieron hasta que dar el dinero del pasaje.
Para esto, ya empezaba a anochecer en las calles de la “Tacita de Plata” se miraban las luces que hacían ver a las aguas del fuente del parque Central como si estuvieran bailando, las luces de neón de los almacenes, los faroles del parque central, todo en su conjunto les parecía un lugar celestial. Pero tenían que regresar y lo que no estimaron, era que era la hora pico, cuando todo mundo quiere regresar a casa y las camionetas van llenas a reventar al punto que no hay espacio, ni para irse sentado a la ley de Horacio, con una nalga en el espacio…
Todos los buses pasaban llenos y aunque la gente alzaba la mano en las esquinas, estos no paraban. Por lo que tuvieron que caminar casi hasta llegar a la calle Martí, donde finalmente un grupo de gente en estampida embosco a una camioneta que venia vacía, pero los patojos tenían que colarse a como pudieran, pues se habían comido lo del pasaje. Se pusieron las pilas y entre la multitud se subieron, el chofer a cada rato decía “- porfa vengan a pagar que tengo cuentas que entregar… -‘Puta, vengan a pagar que la gasofa no es de grolis”.
-Ya arranca vos, dejate de pajas. –Que pajas, si no pagan no arranco. –Déjese de babosadas usted, que ya saco lo de su moco, a mi no me dio ticket. –Si uste a mi tampoco… -Aprovechados son pu….
Ya iban rumbo a casa con las telas y sentados atrás, mirando las luces, pero la camioneta se tomaba más tiempo para regresar, del que tomo para llegar porque paraba a cada rato. Finalmente llegaron a la Calzada San Juan cuyo trayecto se miraba como un inmenso bosque que no terminaba, hasta que asomaron las luces de la Florida; ahora si ya casi estaban en casa, pero la camioneta seguía llena. Tomo sobre la octava calle de la Florida recto pasando por el mercado, luego cruzo a mano izquierda, hasta que al tomar la 5ta. Avenida, alcanzaron a ver aquel cordón umbilical, de unos 100 metros que era la entrada a la Colonia, el cual la unía con la metrópoli capitalina. Después de toda aquella odisea el viajecito había valido la pena, o como dicen los patojos “Estuvo chilero” pero que felices se sentían de estar de regreso en ese su pedacito de cielo.
Oxwell L’bu
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