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Aniversario en medio de la convulsión

La última quincena de agosto se presagiaba propicia para rememorar, con la calma necesaria para hacer un balance equilibrado, el segundo aniversario del momento cúspide de las movilizaciones sociales de 2015 y el derrumbe del gobierno encabezado por Otto Pérez Molina.

Nada había en el horizonte, al llegar el asueto capitalino del 15 de agosto y el “generoso” puente vacacional acordado por el gobierno central, que permitiera avizorar la tormenta que habría de desatarse una semana después, cuando la sigilosa gestión del presidente Jimmy Morales para sacudirse al comisionado Iván Velásquez pasó de la filtración discreta al escándalo público.

De esta manera entramos en un nuevo capítulo de la ya prolongada crisis política e institucional que vive el país, cuyo fechamiento de inicio inevitablemente daría lugar a polémicas. ¿Cuándo y cómo empezó esta crisis? Imposible alcanzar respuestas unánimes, ni aun mayoritarias.

Pero de lo que si puede haber certeza es que en agosto de 2015, hace ya dos años, se abrió una ventana de oportunidad para buscar salidas duraderas, en los órdenes político, institucional, económico y social. Sin embargo el país dejó pasar esa situación propicia, prueba de lo cual es precisamente que este segundo aniversario de las jornadas de agosto de 2015 nos pilla en medio de una nueva crisis, otra vez de naturaleza acusadamente política e institucional.

Puede atribuirse razón a quien sostenga que esta nueva crisis es, en buena medida, continuación de aquella otra. Es más, cabe convenir en que hay un trasfondo socioeconómico, un conjunto de factores estructurales, que constituyen el denominador común de este descender del país por la pendiente de la ingobernabilidad y de la inviabilidad nacional.

En otras palabras, es el modelo en su conjunto el que está agotado, de suerte que el derrumbe de un gobierno “fuerte” y el tambalear de otro, “débil”, en el lapso de apenas dos años, puede leerse como la expresión política, jurídica e ideológica de profundas contradicciones no resueltas en las bases de la organización económica y social del país.

Las rémoras de una estructura socioeconómica fundamentada en la desigualdad, la discriminación, la explotación y la depredación, afloran inevitablemente en las pugnas entre los poderes dominantes.

Los afanes reformar ese estado de cosas y el empecinamiento de mantenerlo a toda costa, son la expresión superficial de contradicciones sociales profundas, en un país que sigue sin resolver asuntos fundamentales para su convivencia democrática duradera.

El asunto, pues, va más allá del forcejeo entre un presidente que se siente amenazado y un comisionado que ha asumido, sin atenuantes, la misión de luchar por la justicia y la persecución penal de los grupos político-económicos ilegales en que devinieron los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad (CIACS).

Esa pugna, sin duda, es decisiva en la coyuntura. Pero las raíces de la crisis son más profundas, y en los posicionamientos derivados del pulso personificado por Morales y Velásquez, aparece como señal alentadora una renovada comprensión social de que toda crisis es, al mismo tiempo, una oportunidad.

El curso que tomaron los acontecimientos de hace dos años, con una dudosa salida electoral –que los mismos hechos señalan como insuficiente e incompleta– y el establecimiento de un gobierno que entendió a su modo los reclamos sociales hechos en plazas y calles, apuntan a un balance insatisfactorio: se dejó pasar una oportunidad histórica.

Pero la nueva fase de la crisis política e institucional actualiza el reto de ver esa oportunidad: la de un diálogo nacional sin exclusiones para encontrar un rumbo viable de transformaciones que, de forma democrática, sin violencia y en el marco de la legalidad, permitan Guatemala salir del pantano en que se encuentra.

Fuente: [Revista Análisis de la Realidad Nacional, edición 125]

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