Julio C. Palencia
De acuerdo con el cristianismo, el otro, la otra, no son sólo nuestros semejantes; son también nuestro prójimo, nuestro hermano, nuestra hermana. La más alta exigencia del cristianismo es la justicia, el reconocimiento a los derechos humanos de los otros. No se ama a dios si no se ama con idéntica fuerza al prójimo. Este principio tenso y básico del cristianismo es el que anidó en Alejandro Cotí a sus 10 años como acólito de la Catedral de Quetzaltenango. Rondaba el año 1962.
Es fácil vivir en la apariencia. Es fácil parecer, simular, pretender. Ser es algo muy distinto. Vivir a fondo y con todas sus consecuencias las máximas de tu doctrina. Ser involucra riesgos. El hambre de los otros no pasa desapercibida, la injusticia ajena se vive como propia, la pobreza extrema se percibe como lo que es: la violencia originaria de toda violencia, un insulto. El ideario revolucionario comienza a tomar forma.
Alejandro Cotí pasa de ser un niño brillante a ser un muchacho lúcido con incipiente conciencia social en el Instituto Normal para Varones de Occidente y luego líder estudiantil y revolucionario en la Universidad de San Carlos. ¿Hay un cambio en él? En realidad, no. Tenemos al mismo Alejandro Cotí niño y ahora adulto buscando respuestas en una sociedad que lo expulsa, que no encaja con su versión de justicia, de igualdad, de libertad. ¿Qué cambió entonces? Alejandro encontró un camino. Un camino que otros con anterioridad ya habían tomado y que muchos otros jóvenes, mujeres y hombres, contemporáneos suyos estaban tomando. Decidieron encarnar, impulsar, el cambio, tomarlo en su mente y su cuerpo, ser ellos mismos el cambio. Eligieron el camino de la ciencia y la lucha social revolucionaria, la lucha colectiva en contra de un sistema que ha sido injusto por siglos: hambre, pobreza extrema, exclusión, desprecio, racismo. Y en el extremo opuesto la afrenta y el descaro: concentración escandalosa de la riqueza y los recursos naturales en unas cuentas familias, el privilegio desproporcionado como sistema para beneficio de unos pocos, la ventaja oprobiosa, la concentración sin escrúpulos de la propiedad de la tierra, los latifundios y la oligarquía mafiosa.
Vivimos en una sociedad llena de saldos sociales negativos, así se ha construido Guatemala.
Se es revolucionario por amor: amor a los otros, amor a la especie humana, amor a nuestra madre tierra. Se ofrendan los esfuerzos y, si fuera necesario, la vida, por un futuro colectivo que se vislumbra mejor para todos. Es la enseñanza, el ejemplo, de los hombres y mujeres que encarnaron los ideales revolucionarios de una patria para todos, digna, justa y solidaria.
El pasado 8 de octubre muy temprano encendí una veladora que dediqué a la memoria de Alejandro Cotí. Y dediqué también esa veladora a todos los revolucionarios caídos en Guatemala, en especial a revolucionarios universitarios contemporáneos de Alejandro, entre los cuales mencionaré a Juan Luis Molina Loza, Rubén «Chino» Herrera, Gerardo “Drupi” Cortés, Edgar Palma Lau, Carlos Enrique Rodríguez Agreda, Oliverio Castañeda de León y Manuel Fermín Reyes Melgar.
1954 es una fecha de quiebre. El año de la invasión promovida por el gobierno de los Estados Unidos y la United Fruit Company para derrocar al legítimo gobierno guatemalteco encabezado por Jacobo Árbenz Guzmán. La revolución democrática, que duró 10 años, significó nuestros primeros pasos para salir del atraso, la ignorancia y la injusticia que ha generado y sigue generando el sistema social y económico imperante y que mantiene aún hoy a una mafia en el poder político y económico.
Alejandro Cotí, querido compañero, aquí estás presente hoy y aquí estamos nosotros, tu ciudad te recibe 42 años después con un abrazo entusiasmado, tú, joven padre de la patria, prócer del pueblo en todo derecho, Guatemala reclama como suyo tu ejemplo.
Texto leído el 14 de octubre de 2022 en la presentación en Quetzaltenango de Alejandro Cotí, Julio C. Palencia (comp.), Editorial Praxis, México, 2022.
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