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“Ahora tengo que merecerlo”

Retrato de Álvaro Uribe con Premio Villaurrutia y sin perro

Gerardo Guinea Diez y José Luis Perdomo Orellana

En la primera línea de la incandescencia de los Libros Vivos, brilla con tonos únicos que no se olvidan la obra de Álvaro Uribe, tanto en idioma español como en inglés, alemán y francés. Sin él buscarlos, ha obtenido el premio de narrativa Antonin Artaud, el Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska y el legendario Xavier Villaurrutia. Su Recordatorio de Federico Gamboa, su El taller del tiempo y su Autorretrato de familia con perro, además de Leo a Biorges, no pueden ni deben faltar en ninguna biblioteca o librería supremamente inteligentes. Hoy, generoso como sus labores filosóficas y editoriales, desanda los caminos de Federico Gamboa, de Emilio Calderón Puig, de Augusto Monterroso y de Carlos Tirado Zavala para estar entre nosotros y compartir su luz, que se ve, se toca, se escucha y se lee con resonancias memorables.

—Nace usted cuando, por lo menos en estas regiones, aún se escribía a mano y en máquinas portátiles que guardaban cierta semejanza con más de una locomotora. ¿Cómo fue su paso del lápiz, la pluma, el lapicero y la máquina de escribir a las computadoras y otros inventos que hubiesen sido de una enorme utilidad para autores abundantes como Balzac? ¿Aceptaría que la escritura, en general, sería muy distinta si se continuara escribiendo “a la antigüita”?

—Yo sigo escribiendo las primeras versiones a mano, con un bolígrafo barato de los que en México se llamaban en mi niñez “plumas de a peso”, y únicamente un párrafo en una sola cara de cada hoja tamaño carta. Cada párrafo lo copio en otra hoja tantas veces cuantas sea necesario para corregirlo. Y solo cuando ya lo juzgo legible paso al siguiente párrafo. Y así hasta terminar el manuscrito. Luego lo paso en limpio en la computadora y aprovecho para volver a corregir el conjunto. Esta manía explica que me tarde tanto en escribir cada libro.

—A unos cuantos días de subirse al avión que lo traerá a los saldos de Guatemala, es inevitable nombrar a tres personajes que lo unen a usted con estos puntos cardinales. Por orden de aparición en este mundo: Federico Gamboa, Augusto Monterroso y Carlos Tirado Zavala. Para quienes aún no se enteran, ¿quisiera contar los nexos perennes que tiene con ellos?

—De Federico Gamboa, que estuvo dos veces como diplomático en Guatemala al final del siglo XIX y al principio del XX, y que allí escribió su famosa novela Santa, edité la obra autobiográfica completa, escribí una biografía literaria y lo usé como personaje en mi novela Expediente del atentado.
A Augusto Monterroso, que fue mi tutor en un taller literario a mediados de los 70 y seguirá siendo mi maestro hasta mi muerte, le debo tantas cosas que no sabría por dónde empezar.
Y con Carlos Tirado Zavala compartí la experiencia de trabajar en la Dirección General para Europa de la Secretaría de Relaciones Exteriores, de modo que fuimos compadres de oficina y de cantina.

—Entre Carlos Tirado Zavala y usted hay otro nexo esencial: la vida y la obra del magnificente poeta Hugo Gutiérrez Vega, quien también aceptó el Villaurrutia. ¿Qué buenas nuevas nos trae del único poeta en idioma español al que se le ocurrió un título perfecto como lo es Poemas para el perro de la carnicería?

—Hugo Gutiérrez Vega sigue tan activo a sus ochenta y tantos como si estuviera en el hervor de la primera juventud.

—Augusto Monterroso tenía ejemplares de Don Quijote en todos los lugares habidos y por haber de la casa donde vivía, a unas cuantas cuadras de la librería Gandhi (cuando esta aún no se convertía en el supermercado que es hoy). A su amigo Roberto Díaz Castillo, por cierto, Monterroso le dijo que la diferencia entre México y Guatemala es que allá hay “subdesarrollón” y aquí “subdesarrollito”. ¿Le sucede a usted lo mismo con Don Quijote o con algún otro libro… y qué piensa de los subdesarrollos indicados por su maestro?

—Me sucede algo semejante con la obra de Jorge Luis Borges. En el cuarto donde escribo, que pomposamente llamo mi estudio, tengo una fotografía de Borges ya anciano que me vigila y generalmente desaprueba lo que estoy haciendo.
Y, como siempre, Monterroso tenía razón. No hemos parado de subdesarrollarnos.

—¿Qué es más kafkiano / bernhardiano: ser embajador de México en Guatemala o ser agregado cultural en Nicaragua?

—Por experiencia propia, yo diría que lo segundo. Cuando estuve en Managua mi principal aporte a la cultura local fue decir reiteradamente: no. No hay becas. No hay dinero. No hay.

—“Maestría prosística… celo profesionalísimo… es probable, además, que el mejor español entre los que escriben los narradores mexicanos sea el de Uribe”; es lo menos que de usted dice Christopher Domínguez Michael en la nueva edición del Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2011). ¿Acepta los cargos?

—Cómo se nota que Christopher es mi amigo.

—En Autorretrato de familia con perro, su novela distinguida recientemente con el premio Xavier Villaurrutia, ¿hay alguna resonancia de Retrato de grupo con señora de Heinrich Böll?

—Ninguna que yo sepa, salvo los ecos del título en los que, por cierto, no reparé al titular mi libro.

—Malú, el personaje central de Autorretrato de familia con perro, resulta arquetípico. Manipuladora, dramática. Sin embargo, ¿por qué, ella y el resto de personajes parecen contados en clave de un humor para nada trágico?

—Espero que la ironía sea una de las mañas literarias que me contagió Monterroso. Por lo demás, la historia que cuento en Autorretrato… es tan triste que se necesita balancearla con un poco de humor.

—Amor, odio, cinismo, desenfado, ocultamientos, miedos, entre otros, marcan este mar de historias y personajes. Sin duda, es una novela coral, donde Canuto, el perro, abre y cierra la novela. ¿Por qué ese recurso?

—Una de las pocas cosas que yo sabía a ciencia cierta cuando me puse a escribir la novela era que el perro tenía que participar. Canuto es el último testigo de la vida de Malú y su testimonio resulta esencial. Solo que el pobre habla y piensa y siente como perro y casi nadie lo entiende.

—Usted tenía dos o tres años de edad cuando el primer premio Villaurrutia fue dado a Juan Rulfo. ¿Qué le provocó en la memoria o en el alma o en el corazón o en el plexo solar recibir ese mismo premio casi 60 años después de que lo recibiera el fundador de Comala?

—Recibí el premio exactamente 60 años después de que se fundó y lo primero que pensé (o más bien lo segundo, porque al principio no podía creerlo) fue: “ahora tengo que merecerlo”.

—En su discurso de aceptación del Premio Xavier Villaurrutia, usted dijo: “Por falta de espacio y de certezas metafísicas, me abstengo de definir positivamente la realidad”. ¿Qué otro modo hay para definirla?

—El modo negativo, que consiste en decir qué no es la realidad. Y yo pienso que entre las muchas cosas no reales está lo que sucede en los libros, sobre todo en los llamados realistas.

—Otros premiados con el Villaurrutia de quienes ya solo quedan sus libros —y a veces ni sus libros— son Carlos Illescas, Carlos Monsiváis, Jorge Enrique Adoum y Gustavo Sainz. ¿Quisiera decirnos algo de ellos, especialmente del magnífico poeta Carlos Illescas, cada vez más olvidado, quien también tuvo la impeorable suerte de nacer en Guatemala?

—Monterroso ya demostró que no es una desgracia ser guatemalteco. Y me parece que Illescas sobrellevaba ese trance con gran dignidad.

—En el lapso de tres semanas, dos autores que ya habían confirmado su asistencia a la Feria Internacional del Libro de Guatemala 2015 se declararon fulminantemente enfermos y cancelaron su llegada. Si a esto agregamos la emergencia médica presidencial que, según fuentes periodísticas, se resolvió en un quirófano y que también impidió la visita del presidente Peña Nieto… ¿estamos ante un síndrome insondable que obstaculiza las visitas a esta orilla del mundo? ¿Piensa, usted también, posponer su presencia en la patria de Asturias y Cardoza, o arribará así sea contra viento y marea?

—Yo iré a Guatemala pase lo que pase (o casi).

Gerardo Guinea Diez
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