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– ¡Hola! ¡Qué linda estás! Realmente me da gusto verte hoy…

…estás aquí, frente a mí, te veo casi imposible. ¿Cuánto tiempo ha pasado? No lo sé, pero ha sido mucho tiempo. Déjame mirarte fijamente. Quiero encontrar nuevamente en ti a aquella niña que fue mi primer amor. No te imaginas como deseaba este momento, sentirte cerca, tan cerca para acariciarte, sentir tu piel, sentirte nuevamente mía. ¡Cómo te quise! ¡Cuánto te adoraba! Solo de pensarlo hoy me emociono y siento aquella opresión en el pecho que tantas veces sentí hace ya muchos años y, de mis ojos quieren brotar lágrimas.

¡Mi primer amor! Se dice fácil, pero cuántos sentimientos y emociones despiertan esas palabras. Cuando eras una niña te veía como a cualquier otra niña y nada había que me indicara que tú serías mi primer amor, mi gran amor. ¡Qué iba a saber yo de amor! Fue con el paso del tiempo, hasta que yo tenía diez y seis y tú comenzaste a convertirte en una muchachita larguirucha de trece, cuando entras de otra manera en mi vida. Eso es lo que viene a mi mente como el primer recuerdo de amor.

Recuerdo aquél día en que tú bajabas por aquel camino, nuestro camino, y en esa curva… si esa curva, que tantas veces transitaste; cuando caminabas erguida como queriendo elevarte sobre el polvoriento camino, se dibujaba en él, tu silueta de niña que pasa a mujer. Esa silueta que al entrar en mis pupilas me impresionó. Inesperadamente ese día me turbé. Ya no fui el mismo, algo me hizo sobresaltar y mi sangre se aceleró en las venas. Sembraste en mí el desasosiego que habría de acompañarme hasta hoy. Tú traías ese vestido hecho de tela típica de nuestros pueblos aborígenes que dibujaba deliciosamente esas curvas que te habían alejado de ser niña; ahora dejaban entrever a una esbelta mujer. Así te recuerdo mi adorada niña-mujer.

Después, ¿te recuerdas? Allá en “La Soledad”, íbamos a cortar café, juntos y todo el día la pasábamos platicando y riendo, riendo y platicando sin que se llenaran los canastos que llevábamos en la cintura. Esa cintura tuya, la recuerdo con delicia y que parecía estar a punto de romperse con el escaso peso del canasto. Es en ese lugar, donde mi amor por ti crece, se robustece, se torna inmenso, me sofoca. ¿Cómo te quería? ¿Cómo te adoraba?
Recuerdo que tú hablabas, hablabas y hablabas, mientras yo me embelesaba en escucharte y mirarte. Mirar tu boca. Esa deliciosa forma de mover los labios. Esos ojos primorosamente rasgados que se movían vivarachamente apenas adornados por unas cortas pestañas y junto al color de tu piel, de un moreno trigueño, te daban un aire de mujer oriental extraída de algún cuento fantástico que aún hoy vive en mi mente. Las enormes matas de café a las cuales arrancábamos cariñosamente los rojos frutos nos envolvían con sus frondosas ramas en un abrazo de amor y, ¡Yo te adoraba!

Ya no podía vivir sin ti. Y bien recuerdo que era diciembre el mejor mes para mis sentimientos. Muchos dicen que febrero es el mes del amor; para mí es diciembre. Te quería tanto, te adoraba y te entregué mi corazón sin preguntar nada. De repente te marchaste y ya no te volví a ver. Y esa vez que te marchaste sin razón alguna, te llevaste mi alma. Sentía que enloquecía. ¡Cómo sufría sin verte!

¡Ah! Y ese diciembre cuando supe que habías regresado me trajo mucha dicha y fue mi diciembre. Ya era un hombre, y por lo tanto hacía cosas de hombre. Que los hombres quieren con el alcohol borrar las penas de amor que llevan en el alma. Me emborrachaba en casa de aquel vecino tuyo, pues en el fondo anhelaba encontrarte, quería mirarte, quería hablarte. Quería volverte a ver para seguir viviendo, pues sentía que sin ti me moriría. Te adoraba tanto que no había en mí cabida para el amor de otra mujer. Había otras hembras que me ofrecían las mieles de su amor y yo las ignoraba, porque sólo te amaba a ti. ¿Qué difícil es el amor cuando se idolatra a una mujer? Y tú sabiéndote idolatrada te volviste ajena, eras otra. Habías cambiado, sin embargo yo te adoraba todavía más.

De esa manera pasaron los días, los meses y los años. Al final me dediqué a estudiar, mientras tú te marchaste de nuevo a tierras lejanas a casa de tus parientes. Te ibas lejos de mí. Era solo la ilusión de diciembre con su noche buena y sus vientos fríos bajo la luna llena lo que me mantenía con vida, saber que tú ese mes estabas cerca, cerca en mi mente, pero tan lejos de mí. Y yo te adoraba.

Naciste hembra hecha para el amor, mejor dicho hembra para ser amada, no para amar. Angustiado supe que te gustaban los hombres, que hoy tenías uno y mañana otro o quizás dos, no importa cuántos. Y yo sufría y aún así te adoraba. Mi corazón se entristecía con los chismes que me contaban, sin embargo mantenía la ilusión de que algún día volvieras a mí.

Hasta que un día me fui del pueblo a estudiar y aunque trataba de olvidarte, la distancia acrecentaba más y más aquel amor por ti. ¿Sabes? Recuerdo esa tarde que regresé, pude verte y hablarte y al fin mi espera se vio recompensada. Al fin el día llegó. Era el mes de abril, en ¡Semana Santa! Abril el mes de tu cumpleaños cuando me dijiste que sí. Ese medio día al besar tus labios, susurraste que me querías y yo me sentí el ser más dichoso y mi corazón me felicitó por haber tenido la paciencia de esperar todo ese tiempo por ti. Y con ese único beso que nos dimos volviste a aprisionar mi alma y aunque no hubo más, pues ya no eran necesarios, de nuevo era tu esclavo. Ese beso me supo a gloria y aún hoy, después de tantos años, siento tus labios en los míos en un estremecimiento de amor. Ese mismo día la vida me llevó lejos de ti y con el viento de la tarde, partí hacia lejanas tierras a estudiar. Traía conmigo el recuerdo de tu amor, de tu beso y esa mirada tan tuya de niña pícara. Sí esa mirada que tantas veces se tornaba en mirada de mosquita muerta, de yo no fui. Seguías siendo una niña en un hermoso cuerpo de mujer y yo te adoraba.

Estando lejos de mi familia y de mi tierra y luchando contra situaciones adversas, me embargó la melancolía y pasé días de tristeza y soledad. Es entonces cuando el recuerdo de tu amor, tu figura y tu sonrisa llenan ese vacío en mi mente. Fuiste tú la que me sostuvo ante semejante dificultad. Aunque mi alma pedía que me escapara para correr a tus brazos, al mismo tiempo sabía que debía detenerse, con la esperanza puesta en que algún día podríamos estar para siempre juntos. Esa es la confianza cuando se es joven. Cuando llegaban tus cartas, lo recuerdo como si fuera hoy, aunque no estabas físicamente junto a mí, pero sentía un estado de ánimo especial provocado por las palabras que leía y que aún hoy, después de tanto tiempo mi voluntad se quiebra y mis ojos quieren derramar lágrimas. ¡Ese es el amor!

¿Te acuerdas de nuestras canciones favoritas que sonaban en la radio? Yo hacía mía aquella que decía: “Jamás, jamás he dejado de ser tuyo, lo digo con orgullo, tuyo nada más. Jamás, jamás mis manos han sentido más piel que tu piel porque hasta en sueños te he sido fiel…” Hoy al evocarla, algo dentro de mí se sobresalta y siento escalofríos. Recuerdo que tú me respondías con aquella otra: “¿Quién eres tú que inexplicablemente yo amo…”

Siempre que podía me escapaba de la Escuela para irte a ver y en tu compañía aprendí a conocer la gloria sobre la tierra, lo que yo creía mi felicidad. ¿Sabes? Hoy quiero darte las gracias por lo que me diste, por aquellos momentos de felicidad, por cada uno de los besos que nos dimos. Por aquellos instantes cuando, solos, sentados en la grama, a la luz de la luna me permitiste explorar tu cuerpo, tener en mis temblorosas manos aquellos pechos que éstas no alcanzaban a atraparlos y no sabía si besarlos o morderlos o sencillamente contemplarlos por largo tiempo. Esos pechos que al igual que mi alma temblaban bajo el sereno y la luz de la luna. Esos pechos que casi reventaban el sostén que los contenía y ante los cuales tus amigas se sentían ofendidas y mal lo disimulaban. Esos pechos que los hombres deseaban para sí y que me hicieron tan feliz, son un recuerdo perdurable en mi mente.

¡Te amaba tanto y creo que tú también a mí! Esa luna de diciembre que me permitía ver tu silueta reflejada en la claridad tenue de la serranía, era la mejor luna para mí. Pero tú habías nacido hembra para el amor, para que te amaran y no para amar, pues no eras mujer de un sólo hombre, algo de lo cual desafortunadamente me di cuenta muy pronto. Sin embargo yo te adoraba. ¡Cuánto te amaba!

Recuerdo vívidamente ese diciembre. Estuvimos juntos en la fiesta del pueblo toda la media noche del 31, esperando la llegada del Año Nuevo. Vivimos los abrazos y el estallar de cohetillos y los brindis atropellados de la gente. Escuchamos tomados de las manos la canción de José Alfredo Jiménez: “Ya se va diciembre”. La hicimos nuestra esa noche. Y esa fue nuestra noche, la mejor noche de mi vida. ¡Qué recuerdos dirás! Hoy después de tanto tiempo, aún mi cuerpo tiembla de emoción. Esa noche, en un arrebato de pasión, te entregaste a mí y me hiciste temblar de amor. Sé que esa noche disfruté del mejor manjar de amor de mi vida; ese manjar que había deseado largamente. Esa noche entre besos y te quiero, entre jadeos y quejidos fuimos uno. Por las noches cuando te sueño, viajo a tu lado por ese caminito blanco que transitamos esa madrugada bajo la luz de la luna, aquel uno de enero. Mi mente llega al instante en el cual siento tu cuerpo agonizante contrayéndose bajo el mío en aquel estertor de amor; siento la fuerza de aquel abrazo que aprisiona mi espalda en un infinito deseo por fusionarnos en uno. Escucho tu voz trémula pidiendo que no lo haga, que no siga, que me detenga, sin embargo, ambos sabíamos que esa ingenua súplica llevaba el mensaje contrario, era realmente una invitación a no detenerse sino hasta alcanzar la gloria. Cuando al fin en el instante supremo, estallamos de amor mejor dicho, implosionamos de amor, pues fuimos lanzados violentamente el uno hacia el otro, viajamos hacia los confines del universo. Al regresar nos quedamos viéndonos cara a cara en silencio, como no creyendo que pudieran existir en el mundo momentos como el que acabábamos de vivir. ¡Cómo te quería! Y cuánto más te amé.

Intervino otra vez, la mano misteriosa del destino y por razones de estudio tuve que marcharme de nuevo lejos de ti y aunque seguimos siendo novios y amándonos como locos cada vez que podíamos, la distancia terminó separándonos. Y aquel diciembre, nuestro diciembre, cuando no quisiste estar conmigo como antes lo hacías, no estaba yo muy lejos de saber que estabas embarazada de otro hombre. Y nos dijimos adiós, aunque no fue para toda la vida. Volví a mis estudios y traté de olvidarte en otras mujeres, sin embargo tu recuerdo me perseguía y aún hoy te confieso que no he podido olvidarte porque fuiste mi amor primero, mi verdadero amor y tú imagen se metió en mi mente y con igual fuerza tu amor en mi corazón y sé que te quise realmente y aún más, con loca pasión. Quizás sea porque naciste para el amor y quien te ve no podrá olvidarte ya jamás ni mucho menos quien te haya tenido entre sus brazos y haya saboreado la dulzura de tus besos, la miel de tu amor.

Años después nos encontramos y como en los viejos tiempos volvimos a amarnos. Estuvimos juntos nuevamente bajo la luna de diciembre, pero ya no fue lo mismo. Ahora tenía miedo de adorarte, tenía miedo de quererte, pues tú tenías un hijo de otro hombre, un hijo que no era mío, aunque la gente creyera que sí lo era. Tuve miedo de ser incapaz de darle cariño a ese niño. Y finalmente aunque mi alma clamaba una cosa, mi mente dispuso otra y nos dijimos adiós. Esta vez esperaba que para toda la vida.

Y, ya ves que no fue así. Ahora estás aquí frente a mí, hermosa mujer, coqueta como siempre. Tú no me ves, pero yo si te veo a través del cristal oscuro del carro. Cuando te hablé por teléfono esa mañana pidiendo verte y sin decirte quien era, tú musitaste mi nombre, y me turbé, quedándome sin habla. Comprendí que siempre estuve en tu vida y por ello fue que me reconociste. El tiempo ha pasado y ya no somos los mismos, nuestros cuerpos ya no son los mismos, pero tú sigues en el fondo siendo la misma, con ese bello rostro de mujer madura, les sonríes pícaramente a los hombres que pasan y se te quedan viendo. Ante la mirada desdeñosa de las mujeres que pasan, muestras esa cara de mosquita muerta, de yo no fui, como antes. No has cambiado en eso, naciste hembra para el amor.

Y me esperas, mirando hacia los lados nerviosamente. Ahora el que tiembla ante la sola idea de tenerte cerca, soy yo. Sé que si te abrazo y te beso, que es lo que más quisiera, ya no podré arrancarte de mi vida. La duda se ha metido en mi corazón, no sé si bajarme del carro y correr hacia ti y abrazarte o irme y no volverte a ver jamás.

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