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A Guillermo Monzón Paz

Marielos Monzón

Ayer, hace 36 años, el 27 de febrero de 1981, un escuadrón de la muerte asesinó a mi papá, Guillermo Alfonso Monzón Paz. Tenía 37 años, era abogado penalista, profesor titular, coordinador del Área de Derecho Penal de la Universidad de San Carlos y asesor del Bufete Popular.

Gobernaba el país Romeo Lucas García, su ministro de Gobernación era Donaldo Álvarez Ruiz y el jefe de la Policía, Germán Chupina Barahona, quienes, junto a Pedro García Arredondo y Manuel de Jesús Valiente Téllez, organizaron los escuadrones de la muerte.

Eran días de sangre y plomo, días de tragedia personal y colectiva. Abundaban los cadáveres con señales de tortura y tiro de gracia en las principales calles de la ciudad. Las desapariciones de dirigentes gremiales, estudiantiles, de profesores universitarios, líderes sindicales y sociales, catequistas, obreros y campesinos eran comunes e iban en aumento. De todo aquello poco se difundía, el terror impuesto por la dictadura militar trajo silencio, muerte, censura y exilio.

La magnitud de lo ocurrido se conocería años después a través de los informes Guatemala nunca más de la iglesia Católica y Guatemala: memoria del silencio, de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Naciones Unidas. Esos relatos de horror y de dolor, pero también de inmensa dignidad y compromiso, permitieron empezar a reconstruir nuestra memoria histórica y a exigir verdad y justicia.

Para una niña de 10 años era imposible en aquel momento entender qué había detrás de aquel episodio que solamente provocaba enorme dolor y un vacío imposible de llenar. Con el paso de los años entendería que lo ocurrido fue una acción sistemática del Estado, en el marco de la doctrina de seguridad nacional y del dominio oligárquico, lo que terminó con la vida de cientos de miles de personas cuyo delito fue pensar diferente, actuar y querer transformar la injusta realidad.

Quienes han perdido a un ser querido seguramente comprendan el afán con el que se intenta grabar en la mente y en el corazón los recuerdos de quien ya no está, su rostro, sus manos, su timbre de su voz. Pero el tiempo pasa y todo aquello se vuelve difuso, y por más esfuerzos que se hagan, las imágenes y los sonidos se van borrando.

Y entonces, cuando parece que los asesinos nos han ganado la partida, eliminándolos de nuestras vidas, emerge la luz intensa de su ejemplo y su legado, el del padre, el amigo, el profesor, el penalista, el abogado coherente y comprometido, el luchador incansable, el valiente, el que acompañó a sus estudiantes firmando expedientes de casos difíciles, que pocos se atrevían a firmar; el que defendió en aquellos tribunales cooptados el derecho a la justicia de las víctimas, el que presentó recursos de habeas corpus buscando a los desaparecidos, el que en el medio de la barbarie —mayo de 1977— se atrevió a escribir el libro La violencia institucionalizada en Guatemala: las caras de la violencia, que equivalía a firmar su sentencia de muerte; el que formó generaciones de juristas que siguen compartiendo sus valores y enseñanzas y todavía hoy lo recuerdan con enorme respeto: “Yo conocí a su papá, fue mi maestro”.

Por eso hoy, 36 años después de aquel terrible viernes 27, cuando mi mamá me abrazó para darme la noticia, le recuerdo y le agradezco poder sentirme orgullosa de él, de su coraje, su coherencia y su incansable lucha por hacer de este país un lugar digno para los pobres y los excluidos. Por él y por las miles de víctimas del terrorismo de Estado, que nos arrebató el odio, la violencia y la intolerancia, seguiremos exigiendo memoria, verdad y justicia.

Esos relatos de horror y de dolor, pero también de inmensa dignidad y compromiso, permitieron empezar a reconstruir nuestra memoria histórica y a exigir verdad y justicia.

Fuente: [http://www.prensalibre.com/opinion/opinion/a-guillermo-monzon-paz]