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“Las Casitas de la Luz Roja”

(Crónicas de los Ya no tan Patojos)

En las calles vestidas de abriles eternos, los aromas de primavera se incrustaban en el alma provocando una agitación de los instintos naturales, que buscaban sus propias formas de manifestación…

En el horizonte se veía la ceiba, cual si fuera un gigante, rascándole la panza al sol; al fondo el mercado de la Colonia, que como girasol, atraía hacia el no solo a las señoras, para comprar el mandado, sino también a los patojos que les gustaba ir a comer las chucherías que todos preferían, como el atolito de elote, el arroz en leche, el fresco de súchiles, las tostadas con frijol y guacamol, los chuchitos en fin… Pero también a aquellos huéspedes sin invitación que merodeaban principalmente las carnicerías, los chuchos (los perros) callejeros que andaban en busca de algo para comer, los patojos gozaban correteándolos, pero estos siempre volvían porque el hambre aprieta. De vez en vez se veían a dos chuchos flacos haciendo el amor en plena calle, las mamas agarraban de la mano a las patojas y se las llevaban casi corriendo, sin darles mayor explicación, las patojas se tapaban los ojos…Los patojos en cambio a puro jaloneo se quedaban viendo aquel espectáculo para ellos inexplicable y cuya curiosidad difícilmente encontraba respuesta, hasta que la propia vida les abría los ojos y el entendimiento…

Cuando los pantaloncitos cortos se trocan en pantalones largos, porque ya los patojos empiezan a advertir las vellosidades en sus piernas y otras partes, lo cual los sorprende. Cuando aun eran patojos era fácil que creyeran lo que se les dijera, principalmente sobre aquellas casitas de la luz roja, donde según les decían vendían tamales, ¿Pero entre semana? ¿Todos los días? Esto se debía a que los sábados en las tiendas se colocaba un farolito de madera, forado de papel celofán rojo o simplemente un foco rojo en el exterior de la fachada, para anunciar que habían tamales. Por lo cual a los patojos se les hacía de lo más común el ver los focos rojos en algunas tiendas o casa particulares, anunciando los tamales los días sábados.

Por aquellos días, la educación sexual corría a cargo de la escuela, ya que en la mayoría de hogares aquello era un tema tabú, algo de lo que simple y sencillamente no se hablaba aun que estuviera pasando… Por lo que los patojos paraban los oídos cuando los que eran un poco mayores que ellos, hablaban del tema con las exageraciones y tergiversaciones del caso, información que los patojos no ponían en tela de juicio, por no querer ser vistos como unos ignorantes en el tema. Las erecciones involuntarias eran como un estornudo que los atacaba así tan de repente y sin previa invitación, lo cual no pocas veces los ponía en situaciones incomodas y bochornosas. Su contraparte no se escapaban tampoco del asunto, ya que no faltaba esos inevitables accidentes.

Los instintos llaman y más temprano que tarde se enteran que en las mentadas casitas de la luz roja, no se vendían tamales entre semana, si no placeres prohibidos. Placeres que pasan a ser como una mercancía que se vende en porciones dosificadas a diferente precio. El sitio preferido de los muchachos, por la cercanía a la Colonia, era “El Gran Gato” lugar pintoresco, donde igual entraba un patojo ajustando lo de la cuota, un policía, un militar o un maestro y el único camuflaje era la penumbra de luz roja, que disimulaban sutilmente la edad de algunas de las llamadas “nenas” del lugar. Las nenas solían vestirse de forma extravagante, sugestiva o como decían los muchachos exponiendo la mercancía. Al monas entrar al lugar las nenas atacaban a los mas jóvenes, púes les gustaban tiernitos. Tampoco faltaba el gato del cantinero que a cada rato, preguntaba: -Que van a tomar los jóvenes. Algunos de los patojos, iban pero nunca se estrenaban, por el temor a adquirir el mentado “Palo con premio”. Pero había otros, en los qué podían más las ganas que el temor.

PERO pasados unos días, en muchos de los casos, las consecuencias no se hacían esperar, una picazón, las lidias y en los peores casos la aparición de una roncha ola secreción de un fluido amarillo. Pero para todos esos males, se hizo la penicilina y en la Colonia había alguien que la aplicaba sin preguntar, el tendero de la farmacia.

Personaje que paso a ser el cómplice de aquellos placeres furtivos y allí en su guarida, llegaban los patojos como forajidos cautelosos para que nadie los viera entrar… Y así pasaban muchos patojos de niños a adolecentes, como si fueran unos dementes desesperados por el sexo…Y colorín colorado el palito salió premiado.

Oxwell L’bu