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Una mañana, tras un sueño intranquilo, Carlos López se despertó convertido en una monstruosa errata.
Gregorio Samsa

La meticulosidad y la manía de orden son el antídoto contra la amenaza de caos que aterroriza al perfeccionista a cada cruce de esquina, a cada vuelta de hoja. Si las cosas no “están en su lugar”, el maniático siente que el tejido del tiempo y el espacio podrían de pronto estremecerse como animales heridos, con lo cual un desorden apocalíptico se instalaría en la estructura íntima de las moléculas elementales que conforman la materia de la que está hecho lo concreto.

Para quien puede vivir en el caos sin atrincherarse tras un orden riguroso, la errata –cuando es percibida– no produce ni siquiera un leve contratiempo en el ritmo de lectura. No digamos la risa iracunda, la indignación nimia y cósmica del ordenado. Para quien flota con agrado en la inmensidad sin límites de la incoherencia y contribuye a ella con su desparpajo, la errata no existe porque no lo apela. ¿Cómo podría su estruendosa insignificancia conmover un rígido sentido de la armonía que simplemente no existe? Bienaventurados por eso los despatarrados, ya que de ellos es un reino exento de despropósitos.

Sólo hay una especie más feliz que la de los alegres iletrados que viven en el desmadejamiento y la anarquía, y es la de los analfabetos puros, pues para ellos ni la corrección ni la errata son. Por tanto, la manía de orden, la meticulosidad y el perfeccionismo que aborrecen del error lingüístico y de la incoherencia en el habla no toca sus apacibles vidas. Benditos sean también, porque de ellos es el mundo de la interjección, el gesto y el silencio.

Pero ninguno de estos es el caso de Carlos López –implacable perseguidor y revelador de erratas–, quien ha hecho de su placentera obsesión perfeccionista el cimiento de una impecable labor editorial y literaria que asusta por su rigurosidad, así como una fuente inagotable de humorismo refinado y de ironía y sarcasmo carnavalescos. Desde aquí se regocija tanto de los actos fallidos de la “aristocracia del talento” como de sus esforzados simulacros populares. Para muestra, este libro: un enjundioso compendio de falencias, un sonriente catálogo de resbalones verbales, una vistosa colección de mariposas clavadas a su belleza errónea por el aguijón de este inclemente maniático justiciero que recorre el mundo imponiendo el orden de la palabra en todos los páramos en los que la mano del hombre ha osado poner el pie.

 

Mario Roberto Morales
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