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Escribir en ciudades desalmadas

José Manuel Torres Funes

Tres novelas fundamentales del siglo pasado: “Manhattan Transfer” de John Dos Passos, “Berlín Alexanderplatz” de Alfred Döblin y “Adán Buenosayres” de Leopoldo Marechal no habrían podido gestarse en los grandes períodos de gentrificación.

No me los imagino vagando por ciudades donde se ha podado la memoria. La ficción vigorosa se gesta en estados de cambio, pero no de omisión de la realidad y de la historia, como sucede con los grandes proyectos urbanos de la actualidad. Por otro lado, existe el prejuicio básico de que pobreza equivale a más historia, que hay más materia –o vida– del lado de quienes son excluidos del poder. Quizá en otra época, pero en nuestra contemporaneidad, la homogeneización asfixiante, no diferencia estratos sociales, ni culturas porque los tristes anhelos capitalistas acortan diferencias.

Conservo dos imágenes de viaje a propósito de esta inquietante mismidad. Una es en el mar, mientras nadaba en una playa marroquí. Me sumergí en el agua, avancé unos metros y cuando salí a flote, me encontré en medio de decenas de cabezas idénticas unas con otras. Todos hombres, jóvenes, con el mismo corte de pelo, con agua hasta el cuello, divirtiéndose efusivamente entre varones. De pronto, me di cuenta que físicamente yo era igual que ellos, porque tenía el mismo peinado, tengo el mismo color de piel y prácticamente las mismas facciones. Algo aturdido, regresé sin demora a la playa donde habíamos extendido nuestra toalla.

Por otro lado, existe el prejuicio básico de que pobreza equivale a más historia, que hay más materia –o vida– del lado de quienes son excluidos del poder. Quizá en otra época, pero en nuestra contemporaneidad, la homogeneización asfixiante, no diferencia estratos sociales, ni culturas porque los tristes anhelos capitalistas acortan diferencias.

Antes del anochecer, salimos con mi esposa a buscar “alcohol”. Tras veinte minutos bordeando el malecón, encontramos un localcito, de los pocos y caros bares de Esauira. Adentro había un grupo de españoles, que repetían palabra por palabra los comentarios que otro grupo de la misma nacionalidad había dicho, igualmente, en voz alta, casi a gritos, en otro bar marroquí días atrás: “que todo está de puta madre, pero coño, hacen faltan las cervezas, y no tan caras…”. No se nos pasó por alto que nosotros también, éramos actores que reincidían en la escena.

La otra imagen es en Oslo, el otro extremo del Magreb. Íbamos con mi hermana camino al aeropuerto, a las cuatro de la mañana, después de una corta estadía en el apartamento de mi primo y su esposa (que realizan estudios académicos en esa ciudad); el transporte iba lleno y los noruegos, habitualmente antipáticos y cerrados, no parecían felices, sino como caricaturas de la festividad.

Diez minutos después, en la arteria principal de la ciudad se abren las puertas del tranvía: afuera aguardan por lo menos cien personas, hombres y mujeres, viejos y casi niños, con los cachetes rojos, los ojos desorbitados, con la baba por fuera, tambaleándose, como si estuvieran hasta la cintura en un mar con olas agitadas. Nos observan y nos piden con la mirada que nos apretemos para dejarlos ingresar. Nadie se mueve, ni un centímetro. Los que van al interior, tan borrachos como ellos, los miran burlonamente porque, así como están, se quedarán afuera, a menos dos grados –temperatura agradable para esa ciudad– esperando hasta que aparezca otro tranvía con menos gente. Nos lo advirtieron antes: “es su manera de salirse de su caparazón. Borrachos son tus ‘amigos’, aunque al día siguiente, ya no te reconocen”. Lo mismo se dice de los suizos, los suecos, los austriacos…

Fuente: Escribir la vida

José Manuel Torres Funes