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Aceptar la fragilidad

José Manuel Torres Funes

Me digo que la simple visión de un rostro transformando la vida en muerte me impediría ser la persona que soy, modificaría todo en mí, inclusive mis ideas, porque mis ideas dejarían de ser el complemento de mi vida, para convertirse en el carburante para combatir mi propia muerte. No es igual.

No es porque ame angelicalmente el rostro del otro, menos por compasión, no hay ningún sentimiento cristiano en esto.

Es algo interior, hondo, la lección opuesta y paralela a la lección de la “excepcionalidad” del asesinato, de la que tampoco me puedo desarraigar, porque también es brutal, simple. No soporto ver la humillación en el rostro de otra persona.

Y morir en manos de otra persona es morir humillado, porque una idea, cualquiera que sea, si su resultado final arraiga la muerte, humillará irreparablemente la vida, lo más inconmensurable y respetable que tenemos.

¿Hasta dónde, entonces, se puede tolerar la humillación que el ser humano le infringe al otro? ¿Hasta dónde, antes de “entrar en acción”, antes de “castigar”, antes de “redimir”, antes de ensuciar el manto de las ideas, antes de todo eso que debe escribirse entre comillas, se debe soportar la injusticia?

Nadie debe pretender, después de haber extinguido la vida de otro, incluso si ha sido para evitar la humillación de la muerte ajena, que seguirá siendo el mismo. Eso hay que asumirlo. Las demás preguntas no me atrevo a responderlas.

Sostenerse en pie después de haber matado, seguir adelante, ser incluso más fuerte, nunca será por la inercia simple de la vida; después de matar aprendemos a vivir gracias a la muerte.

Por algo se dice que los soldados fuertes son los que tienen experiencia de campo, de combate, porque son los que han provocado la muerte.

Pero lo que es innegable es que un soldado fuerte no puede ser aquél cuya principal inercia de existencia sea la vida, de lo contrario, sería incapaz de hacer la guerra.

Lo que está destruyendo este tiempo aciago es la inercia de la vida, la idea de la vida, innata en toda sociedad, para imponernos la inercia del odio, como si estuviéramos en guerra, porque estamos en guerra. Nuestra sociedad se convierte en una necrópolis que se alimenta de la muerte para continuar, aunque haya quienes puedan creer honestamente que se puede pregonar la muerte para suprimirla.

Estando en Francia durante los dos atentados terroristas que la sacudieron en 2015, he sido testigo de cómo los discursos del odio se imponen, empujándonos a escoger la muerte como la mejor salida para resolver los problemas (tanto del lado oficial como el de los terroristas).

Las ciudades se construyen con odio. Se despueblan los campos por la migración que atraviesa el horror para escaparse de la miseria y del sufrimiento, aunque a donde se vaya, solamente se nos depare más destrucción, menos vida. La tierra huele a partida, a humo, a hambre.

Cuando comencé a escribir literatura, la brusca confrontación a la realidad que descubrimos cuando nos volvemos adultos, empezó a soldar mis nóveles imágenes literarias. Lo primero que apareció en mi cabeza fue el olor de la guerra. Poco a poco, comencé a descubrir, bajo la piel de un sobreviviente que recorre los campos de restos humanos, que era testigo de un genocidio.

Nos habían exterminado casi a todos. En esa fabricación ficcional sacaba una pistola y disparaba al aire con la esperanza de que alguien me respondiera con otro disparo. “¡Necesito que alguien me mate!”, exclamaba, y disparaba hasta agotar las balas de mi pistola, sin que nadie, ni siquiera un pájaro se manifestara.

Nadie debe pretender, después de haber extinguido la vida de otro, incluso si ha sido para evitar la humillación de la muerte ajena, que seguirá siendo el mismo. Eso hay que asumirlo. Las demás preguntas no me atrevo a responderlas.

Tomado del libro Escribir la vida.

 

José Manuel Torres Funes