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El silencio es algo absurdo, pensaba, mientras veía en su silencio, la soledad del departamento. Es raro que él no esté ahí con ella, está sola, pensando en las cosas que pasaron, en la estúpida pelea que lo alejo de su lado. Si tan solo no fueras tan orgullosa, pensaba; si tan solo te hubieras tragado el enojo y decirle que sí, que él tenía la maldita razón. Parecía raro, era extraño pensaba, un hombre que tenía la razón en una relación, por primera vez en todo ese tiempo juntos, había estallado el volcán.

Una vez más la cólera se apodero de sus pensamientos, el enojo volvió a invadir su corazón. El demonio terco de la soledad se metió tan hondo esta vez, que empezó a llorar nuevamente, lo extrañaba, pero no lo buscaría, él tenía que buscarla a ella, pedirle perdón, decirle que la amaba y que no quería estar sin ella. Todo ese tiempo juntos y nunca habían peleado hasta esa tarde. Sus ojos escupían dolor, mientras en la ventana se observaban las gotas de lluvia, una tormenta se había desatado, el aire resoplaba y para colmo de males, la luz llevaba casi una hora de suspensión. Un alarido de rabia, de dolor e impotencia emergió de su garganta. “Te extraño” pensó, pero solo lo pensó y no le buscaría.

Desde que le conoció, se enamoró de él, vivía pensando en esos ojos castaños, que la derretían al solo posar su mirada en ella. En esos labios toscos y en ese ralo cabello negro, que simplemente era para ella la frontera entre la pasión y la locura. Todos los días pensaba en él, es más, hasta contaba los minutos para volver a verle. Sus brazos la enamoraban en cada abrazo, sus besos era un poema de amor. Él era detallista, cariñoso, hasta donde ella sabía era fiel, pero siempre le había amado. Se hicieron novios, una tarde perfecta, parecía verano en pleno invierno lluvioso de septiembre. La ama

Eleázar Adolfo Molina Muñoz