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vela la de flama La

Se mantenía atenta a la conversación que tenía con Eugenia. Ésta, como todas las noches nos juntábamos en su cuarto para conversar sin más preocupación que la de no permitir que se acabaran las velas mientras nosotros estuviésemos allí, conversando tranquilamente. Cada tarde Eugenia colocaba una vela nueva, extremadamente larga, con la cual nos iluminábamos los sábados que amanecíamos, como si no fuese la noche más que un concepto que el hombre utilizó pa­ra identificar el universo en su estado silvestre.

Con su rastro cálido llenaba de alegría la casa de mis padres cuando nos visitaba. Muchas veces ellos creyeron que yo me casaría con ella, estaban totalmente seguros de que eso sucedería. Nunca miré la situación desde ese punto de vista. Tenía planes distintos para mi existencia.

Muy de vez en cuando, cuando se nos acaban los temas para conver­sar; nos reuníamos en el balcón de la casa que justamente estaba unido con la habitación de Eugenia. Apagábamos la vela y esperábamos a que pasara la gente que venía de sus trabajos y en el camino de regreso a sus casas usaban esta calle.

«Vaya si somos demasiados en este mundo…»-me decía-. Observando cómo un grupo de madres jóvenes y solteras venían en tertulia sobre la calle interrumpiendo el tráfico avanzando a sus casas, en donde segu­ramente las aguardaba aquel chiquillo que se había portado mal con la abuela sacándole la lengua a la vecina quien habla llegado a contar las novedades de los vecinos.

– Uff, si no fuera porque… -Me quedé callado, no sabía si debía terminar la frase, temía que al hacerlo me reprochara la incredu­lidad y se enojara de nuevo conmigo, situación que realmente prefiero evitar.

-¿Si no fuera qué? Vito, si no fuera ¿qué? -Me preguntó.

No nada sobrenatural -respondí-. Levantando las manos en tono de desconocimiento, y de que quería darle a entender que el punto terminaba ahí, que no temía esto mayor discusión. Recostaba sus codos sobre la orilla del balcón, y con las palmas de las manos de sostenía el mentón y con sus dedos protegía sus mejillas del frío. Sobre las mejillas, en la parte donde sus pómulos apenas se divisaban, el débil viento frío de la noche le encendía la brasa que me encantaba. Se le encendía un rubor como si fueran pétalos tiernos. Cabello hermoso decía dentro de mí cuanto la veía y descubría el duro contraste con mis ojos, ya que en sus           ojos se guardaba la sombra de un árbol frondoso y antiguo como un cedro enormemente oscuro. Siempre se vestía con unos largos vestidos de telas finas casi todos ellos en colores pastel. Cada vez que compraba algún vestido nuevo me decía «mirá…¿te gusta? Lo compré hoy, fue una ganga.»

Yo la admiraba desde la puerta de su cuarto. Poco a poco fue perdiendo ese tonto pudor que había recibido de sus            padres y sin nin­guna desconfianza se cambiaba de ropa frente a mí, corno si fuéramos algo más que amigos, y después me modelaba en forma privada, con mis ojos recorría cada poro incluso hasta las sombras que esa vela lejana provo­caba sobre las paredes.

Luego de dar carias vueltas, con los bordes del vestido tomado con las manos, yo la tomaba entre mis brazos y nos reíamos como sí realmente estuviésemos enamorados. En instantes como esos, ella soltaba una lágrima. Siempre lo hacía en forma premeditada, aunque mientras estuvo viva nunca llegué a confirmarlo como cierto. Tal vez lo hacia para ver qué tan susceptible podría ser ante sus sentimientos, ante momentos tan intensos en nuestra amistad. Entonces le decía «No llores, sos una lloricona…». Y con mi mano le recogía la lágrima que bajaba lentamente por su mejilla. «Y vos sos un trompudo» -me respondió-. Y se desataba de mis brazos y se iba al balcón a ver la gente que pasaba. Le veía muy a menudo, casi a diario. Después supe que era esa la forma como ella creía lograría conquistarme. Sinceramente pare mí esa no era la forma como lograría enamorarme de ella. Por eso todo resultó al contrario.

Siempre me manifestó el gusto por las artes, especialmente por la pintura, y que si hubiese dependido de ella, desde chica había pedido a sus padres que le llevasen a una escuela de arte o de pintura. Des­graciadamente, siempre se lo negaron, decían que eso no era algo para una dama respetable.

¿Y porqué ahora no las recibes? Ahora ya podés hacer lo que querrás -comenté-.

A pesar de que ya no viven mis padres, ya es demasiado tarde…

Eugenia miraba hacia el suelo como si el tiempo y unos cuantos escrúpulos sociales que andaban regados por allí, en algún sitio de la casa donde vivía, infundió a sus padres esa negativa por sus intereses hacia las artes.

Ya es demasiado tarde para intentarlo, lo entiendes, verdad.

Me dijo buscando mi complicidad.

Claro -le dije prefiriendo seguir en el silencio-.

Entonces levantaba la mirada y buscaba mis sombras dentro del espejo, por el cual me miraba reflejado mientras ella se mantenía sentada en la mesa donde tenía sus cosméticos. Como me encontraba ubicado a un lado de la cortina, la luz de la vela no me alcanzaba y mi voz era la que insinuaba mi presencia, la que apenas era mi respiración y mis ojos los que ella veía sin mayor dificultad por el espejo.

Sobre la cabecera de la cama tenía un cuadro aproximadamente de un metro v medio de altura por un metro de largo, en el cual estaban retratados sus padres el día se su boda. Fue el 3 de julio de 1,922.

La casa la mantuvo igual como la tenían sus padres, no cambió ni siquiera una sola de las cortinas enormes que tenía a las lados de cada ventana. Todos los cuartos del nivel inferior estaban cerrados y ella así prefería mantenerlos, intactos, como aguardando a que los habitantes de éstas regresaran de algún largo viaje de algún país desconocido. No permitía a nadie introducirse en ciertas áreas de la casa, menos en los cuartos que tenía clausurados y el de sus padres.

Ni siquiera su tía logró entrar en ellos, los días posteriores al fallecimiento de sus padres. Nunca me atrajo entrar en aquellas habitaciones, difícilmente lograba pasar del salón de recepción a su habitación, la cual me mostró solamente después de que murieron sus padres. En la que nos mantuvimos muchas noches. Evitando que ella se sintiera sola y desamparada comencé a actuar como un hermano. Vivía sola, no permitió que su tía se quedase con ella en la casa por lo del duelo. Por eso teníamos la mala costumbre de amanecer, amanecer conversando de todo, bromeando, evitando tratar el tema o alguna palabra que nos refiriese el concepto «padres»

Ella siempre dormía hasta tarde y desayunaba unas horas después de haberse levantado. Sobre aquella enorme mesa de roble tallado. La mesa para celebraciones especiales que usaba con su familia adornaba el centro del comedor y tenía sobre de ella sólo unas gerberas, que ya estaban marchitas desde hacía varios días. Flores que por lo regular sólo cambiábamos los días sábados cuando salíamos a comprar y siempre compraba flores para regalárselas. Al final de la casa había una enor­me pila de concreto con agua suficiente para sobrevivir varios meses. Las puertas confeccionadas con vidrios de colores, hacían de la luz de la mañana una descomposición caleidoscópica de la que podría sentirse uno como en esas naves laterales de las iglesias.

 

 

Y todas las habitaciones que se comunicaban por medio de estas puertas, parecían haber sido hechas para seres de origen «lumínico». Cosa que traté de explicarle a Eugenia, diciéndole que no encontraba a ninguna persona capaz de vivir dentro de esas habitaciones, por lo menos ningún ser humano, porque no soportaría la cantidad de luz. Ella lógicamente primero se reía y creía que era lo más disparatado que había oído y que de seguro yo «estaba algo loco».

 

De vez en cuando jugábamos naipe o damas. Claro siempre apostando las prendas de ropa que teníamos puestas o alguna cosa que nos in­teresaba descubrir del otro.

 

Ella se encargaba de los quehaceres de la casa, no quería con-tratar servicio de limpieza, aunque tenía suficiente dinero como para pagar cuatro escuadras completas de servicio doméstico, pero prefería hacerlo para distraerse porque en su casa casi no había mucho qué hacer. Mientras ella estaba en el patio empujando con la escoba algunas hojas traídas por el viento le comentaba acerca de las pretensiones decimonónicas de mi padre por el futuro de la ferretería.

 

 

También de las argucias de mi padre para convencerme que en
ciertas partes del país existían mujeres hermosas de ojos claros muy «decentes y muy abnegadas». Hablaba igual que mi madre. Eugenia sólo me sonreía. Sonreía y a veces se sostenía de la punta de la escoba y su mirada se detenía, se filtraba una leve esperanza de que esas palabras mías eran indirectas de que ella era la mujer que yo prefería y me molestaba en contárselo para que no temiera de mi fidelidad. Pero realmente en ese momento sólo era muestra de mi confianza, de mi indiferencia, que no era mal intencionada de todo lo que ella podía sentir por mí, pero que como amigos era evidente que no teníamos secretos ni temas escondidos con los cuales pudiésemos formar alguna conversación constructiva o divertida. Y luego de unos segundos salía de su estado de contemplación y me miraba como confirmando sus creen­cias, y queriendo confirmarme a mí -equivocadamente-, de que ella sólo estaba en el mundo para mí. Sin saber esto último le devolvía la sonri­sa.

Los domingos compartíamos el tiempo mientras la veía cocinar los deliciosos aperitivos del almuerzo. Y en realidad ahora que lo pienso, la verdad si parecía que entre nosotros existía algo más que una amistad común y corriente. ¿Por qué no? Si era lo más lógico para todos. Éramos jóvenes, solteros, sin ningún romance anterior. Y aunque en rea­lidad existió el amor pero en formas distintas. De mi parte sólo sé decir que sentía cariño y amistad desinteresada, una verdadera amistad. De su parte, no lo puedo asegurar, tal vez fue el amor de una doncella ante el hombre que le supo apoyar en sus momentos más difíciles y que siempre comprendió y compartió largas horas de su vida, los buenos mo­mentos, también los berrinches de su temperamento, y a pesar de todo siempre estuvo allí.

Luego de su muerte muchas personas conocidas me confesaron que no entendían porqué no nos casamos, si para ellos, nosotros vivíamos como esposos -bueno casi parecido a éstos-.

Ahora que lo veo todo detenidamente, examinando segundo a segundo el tiempo que pasé con ella, no dudo de que me amó.  Y desgraciadamente para mí, en mi estúpida carrera ante la posible quiebra de la ferretería fundé otras prioridades. Laura, la tía de Eugenia, toca la puerta. Su rostro se muestra apenas sobre el picaporte.

– Dentro de diez minutos partimos para el cementerio, podemos hacerte un espacio dentro de nuestro auto.

Levanté la mano y le hice una señal de que no era necesario.

-Si, gracias, no es necesario, iré con los de la funeraria.

Ella no me contestó, después cerró la puerta lentamente. A excepción de Laura, todos en la familia de Eugenia están molestos porque no fui a velar con ellos el cadáver de Eugenia, sino que en cambio me quedé en su cuarto, desvelándome, con una vela -exactamente igual a la que ella acostumbraba colocar- y un poco de ron para aguantar las lágrimas.

Curioso por saber si algún día escribió una carta de amor para mí, revisé las gavetas de la cabecera de la cama, en el segundo cajón había muchas de ellas, varias en el siguiente, aproximadamente unas veinte. Junto a éstas un pequeño estuche de acuarelas, las que llegaron de primicia a la ferretería y que le regalé diciéndole, aquél sábado que amanecimos conversando, como casi siempre: «Aunque ya es demasiado tarde, esto es para ti.» Me le saqué del saco y se la dí en las manos. Se sorprendió y al abrirlo sonrió como si le hubiese regalado la muñeca pre­ferida de su juventud.

– Gracias, son hermosas. Muy hermosas. Después me abrazó.

Lo único que me atreví a llevar de su cuarto fueron las acuarelas y una imagen inconfundible de Eugenia, levemente recostada sobre el balcón, mirando a la gente que pasa por la trece calle, entre la acera quebradiza y una promisoria oscuridad en donde si no miran bien dónde pisan hasta las sombras se pierden al caerse.

(2001)

Mauricio Estanislao Lopez Castellanos
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