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Desde que tenía memoria, aquella puerta siempre estaba cerrada, clausurada por el tiempo y el olvido, sellada de toda mirada indiscreta por un alambre de púas y un candado oxidado.

-No niño, ahí no se puede entrar- dijo el viejo Roberto mientras ojeaba un diario de aquella mañana que anunciaba la caída y el viaje al exilio del presidente Arbenz.

Lo que había detrás de aquella puerta, siempre le había llamado la atención, a sus once años quería saber y conocer todo de todo, ser el más grande sabio del universo.

-Sos un shute- le sentenciaba su hermano. Pero él siempre amparaba esa sentencia con una frase que le encantaba, “Soy el más grande sabio de la casa”.

Le habían contado que el tipo que había cerrado aquella puerta, había sido su abuelo, una  lluviosa tarde de junio de años atrás. El abuelo había muerto cinco años atrás, dejando entre todo su testamento un “último deseo de suma importancia”, en las letras de su testamento se leía claramente la petición de que aquella puerta, al occidente del tercer patio no fuese jamás abierta.

Desde que él conoció el motivo de la puerta cerrada, sintió en el pecho la llama que ardía y que lo quemaba de la curiosidad. Velaba todos los días  la puerta, trataba de ver entre sus muchos agujeros y nidos de polillas. Hasta que acepto que para conocer lo que ocultaba aquella puerta rojiza, debía romper el candado y pasar a conquistar su tesoro.

-Sos un shute- siempre le decía su hermano. Pero ahora, se lo decía con el regocijo de que las fuerzas capitalistas de Castillo Armas, gobernaban. –Sos un shute rojillo- le decía, siempre seguido de las patadas del  padre.

Aquella noche, se anunciaba una tormenta sobre la ciudad. Los rayos y truenos rompían la armonía de la casa. La energía eléctrica fue cortada. Entonces comprendió que no existiría otra oportunidad. Se dirigió al tercer patio, llego hasta aquella puerta, con un desarmador forzó el candado, que por los años y el oxido, fue vencido fácilmente. Entro en  aquella pequeña habitación que apestaba  a huesos. Se sentía un lívido aroma a tiempo y lagrimas en el ambiente.

En su bolsa llevaba una candela, misma que saco y encendió con unos cerillos que portaba en la otra bolsa. La pequeña luz de la vela fue conquistando poco a poco las legiones de tinieblas dando paso a la revelación del secreto.

La luz empezó a dibujar un cráneo, una calavera humana, vestida con una falda café, una blusa blanca, botas negras. Su espanto fue enorme. Gritó tan fuerte que casi se queda sordo. Roberto salió de su habitación, observo la puerta abierta, se dirigió a ella, sus ojos no podían creer lo que miraba.

-¿Helena?- dijo rompiendo en llanto y gritando por un amor truncado, un sueño destruido.

El alboroto llamó la atención de los habitantes de la casa. Todos corrieron hacia el tercer patio, todos murieron de espanto al ver los restos de Helena. Hija del abuelo, que supuestamente se había largado al extranjero en busca de un futuro mejor.

Víctor, el padre del chico que encontró aquellos huesos, saco en hombros a su hermana, la tendió  en el patio, a la luz de la luna, todos lloraban, menos Oscar que aun sostenía la vela dentro de la habitación. Ricardo, hermano menor de Helena, llego hasta ella, impresionado; con el respeto provocado por la muerte, quito la blusa y luego la falda. Dando paso al grito desgarrador de Roberto.

Los huesos de un bebe yacían aun en las entrañas de Helena. Los dos habían muerto en el olvido y la desesperanza. El abuelo, al enterarse de que Helena escaparía con Roberto, la drogo, hasta dejarle inconsciente, quizás hasta la mato y la encerró en aquella puerta, sin saber que sería madre a sus dieciocho años.  Diciéndole a todos que estaba en un  lejano país de Asia.

Aquella noche, Oscar aprendió que a veces la búsqueda del conocimiento absoluto, nos puede revelar verdades incomodas y dolorosas. Aquel niño, jamás volvió a separarse de su vela.

Eleázar Adolfo Molina Muñoz