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Había encontrado el café ideal en París.  Era un café de esquina que tenía unas seis mesas en una terraza adornada con flores, a pesar de estar ubicada en una calle peatonal.  Desde mi mesa se miraba sólo un costado de la Torre Eiffel pero siempre imponente y orgullosa.  En el fondo se escuchaba a la melancólica canción de Edith Piaf  “La Vie en Rose”.

Me senté y pedí un café y un bocadillo y empecé a escribir las postales atrasadas.

Había una brisa misteriosa esa mañana que despejaba mi rostro de cabellos rebeldes.  En ese momento recordé que me había despertado con un sobresalto.  Tenía un presentimiento de que algo iba a suceder pero no sabía qué era.

Al decir un “merci”  distraída mientras recibía el café y los bocadillos, seguía escribiendo las postales cuando escuché que alguien llamaba por mi nombre:  “ ¿Mónica?”

Al ver hacia la dirección de donde venía la voz me estremecí al verlo.  Era él.  Con su misma sonrisa, su nariz respingada, sus ojos seductores, su andar pausado, sus labios sensuales y delgados.  Era como si el tiempo se hubiera detenido en él.  Se miraba igual que hacia 15 años atrás.

Mis ojos no podían creer lo que veían.  Parecía una ilusión.  ¿Cuántas veces no había soñado un reencuentro con él?  ¿Pero en París?  Jamás.  Se sentó enfrente de mi mientras mis labios secos y enmudecidos se remojaban con saliva para poder recobrar el aliento.  El también parecía sorprendido.  Nos vimos a los ojos reconociéndonos y me tomó de la mano.

Mi mano temblorosa sintió la de él y los recuerdos empezaron a fluir en mi memoria: La primera vez que lo vi y me enamoré de él al tropezar en las escaleras y casi caerle encima, su risa entre tímida y sensual, cuando mi mano rozó la suya por primera vez y sentí aquellas cargas eléctricas recorrer todo mi ser, nuestro atardecer  bajo la lluvia jugando entre los charcos, mi carro descompuesto a media noche y nosotros riéndonos sin saber que hacer, sabernos en la misma casa pero no en el mismo cuarto y las ganas de -a escondidas- encontrarnos, las huidas a la Antigua Guatemala para amarnos por toda una noche, pero sobre todo recordaba sus besos.  Esa manera de besarnos que parecía como si le hubiéramos robado esos besos al universo y temíamos que el tiempo se nos acabaría antes de terminarlos.

Después de un par de minutos que parecieron eternos le llamé por su nombre:  ¿Claude? Y me asintió con la cabeza.  Ahí caí en cuenta que era lógico que estuviera en París.   Por su ascendencia francesa era posible que estuviera visitando a algún familiar.

Mientras su mano todavía acariciaba la mía, nos preguntamos que hacíamos precisamente en esa esquina de una calle parisina.  Me contó que vivía en París desde hacia 8 años atrás.  Yo le conté que sólo estaba de visita pero que vivía a tan sólo 4 horas de París, en Amsterdam.

Las casualidades de la vida nos trajo a los dos a este lado del continente habiéndonos conocido, amado y dejado a 10,000 kilómetros de distancia en Guatemala.

El y yo habíamos tenido una relación intensa pero a la vez tormentosa.  Había sido intensa por lo que vivimos, porque nos amamos con locura, nuestros besos y caricias era infinitos, charlábamos de planes futuros y reíamos.  Sobre todo reíamos mucho.  Eramos felices en los pocos momentos que logramos estar juntos.  Fue tormentosa porque para amarnos tuvimos que dejar las relaciones que teníamos en ese momento y las personas afectadas se pusieron de acuerdo para destruir nuestro amor.  Nos acosaron, nos atacaron, pero sobre todo lograron su objetivo y nos separaron.  Si no hubiera sido por ellos creo que todavía estaríamos juntos.

Me contó que era casado y que tenía dos hermosos niños.  Se había casado con la misma chica que nos hizo separarnos.

Al contarme esto sentí una punzada en el corazón.  Como hubiera querido que el destino hubiera sido otro y que por casualidad hubiéramos sido nosotros los que hubiéramos terminado casándonos.

Me dio alegría de saber que todavía estaban juntos.  A lo mejor yo había sido una piedra en el camino para su felicidad aun sabiendo que lo que tuvimos fue verdadero y apasionado.  ¡Cuánto abracé su recuerdo en mis noches solitarias y frías! Despertaba de mis pesadillas mencionando su nombre y sollozando su partida.

Pero había algo en su mirada que me decía que no era feliz.  A pesar de que habían pasado tantos años, todavía lo conocía tan bien como para saber que me estaba mintiendo con cada palabra que me decía para parecer que sí lo era.  Tenía una tristeza incrustada en el alma que se reflejaba en  sus ojos claros aunque sus gestos querían decir lo contrario.

Dejándome llevar por mis impulsos, le interrumpí y le dije:  “ ¡Para por favor! Sé que me estás mintiendo” para arrepentirme de inmediato.  Me vio desconsolado y se paró.  Me dijo que se tenía que ir y sin despedirse se fue.  Quería ir tras de él y besarlo como antes pero me sentía tan perpleja con la reacción de él al marcharse de esa manera que me quedé clavada en la silla.

Al hablar con él no me había dado cuenta que el cielo se había cargado de nubes grises y que la brisa había cambiado por un viento frío.  Al pedir la cuenta empezó a llover.  Me quedé sentada en la mesa hasta terminar de pagar.  No me importaba mojarme.  Necesitaba la lluvia para salir de mi estupor por lo que acababa de pasar.  La tinta en las postales que acababa de escribir empezó a hacer caminos serpentinos hacia el mantel blanco.

Al levantarme para irme la lluvia ya había acrecentado.  Caminé hacia la dirección contraria en la que Claude se fue dirigiéndome hacia la Torre Eiffel.  Había dado diez pasos cuando de repente sentí un jalón en el brazo que me hizo voltear para encontrarme con Claude a escasos centímetros de mí.  Estábamos tan cerca que podía sentir su aliento confundiéndose con el mío.  Me veía a los ojos con una desesperación tal que sentía que me veía a mi misma en un espejo.  Nuestros labios se encontraron de nuevo con aquella pasión de antaño. Le estábamos robando un beso más al universo.  Después de algunos minutos se separó y  me acarició  el rostro con ambas manos.  Me sonrió mientras nuestras lágrimas se confundían con la lluvia.  Nos abrazamos tan fuerte que parecía que nuestros cuerpos se habían pegado para siempre.  Luego se marchó por donde había venido mientras yo lo veía partir hasta que su silueta desapareciera por completo.

Nunca más lo volví a ver.

 

Silvia Titus